Lo primero que pensé al llegar fue que faltaba un paragüero. Dejé el paraguas en el bidet y de regreso sonreí viendo el caminito de gotas que había formado en mi viaje hasta el baño. Mientras las limpiaba repasé con la vista el living, todo parecía en su lugar. Pero no: la toalla “Ellos” descansaba en la mecedora. Extrañísimo. No sé por qué me atemoricé, cualquiera podría haberla olvidado allí si hubiese salido de apuro, quizá. Recorrí la casa, no había nadie más que yo. En un acto de valiente cobardía tomé la sartén de teflón y, como si fuera un arma mortífera salí al balcón, único lugar que me quedaba sin verificar; caía la tarde y los nubarrones cerraban todavía más la poca luz.
Un relámpago la iluminó, hizo refulgir su baranda de metal. ¿Desde cuándo estaba esa escalera? Desistí de otra respuesta que no fuera “desde siempre”. No llevaba a ningún lado, moría en la pared. Totalmente inútil. La observé durante un rato y como autómata subí el primer escalón. Allí escuché mi nombre. ¡Alberto!, ¡es la voz de Alberto! Me aferré a la baranda y continué el ascenso, todavía con la sartén de teflón en una mano. No supe de qué manera llegué al pasillo. Una galería, muchas plantas, muchas puertas que no tenían habitaciones. La lluvia arreciaba y el grito de mi nombre se abría paso más potente que los truenos. ¡No subas! Gritaba Alberto. Tarde, ya estaba allí. Lo dije en voz bien alta para que, donde estuviera, pudiera escucharme por sobre la tormenta.
Lo encontré en la última puerta, agazapado en el poco espacio que había entre el marco y la pared. Quise decirle que me asombraba, era la única puerta que tenía aunque fuera un hueco; no me dio tiempo, me tomó de la mano y comenzamos a correr por el pasillo estrecho. Vamos, vamos, dale, no podemos quedarnos acá.
Era tanta la lluvia que resbalamos y caímos.
-Alberto, ¿qué pasa, qué es este lugar? La escalera, ¡te juro que no lleva a ningún lado! No entiendo…
-Yo tampoco, sólo puedo decirte que ese “ningún lado” es éste.
Tal vez esperó un comentario o una explicación que no pude darle, entonces hizo un esfuerzo por responderse y responderme.
-Esta casa, todo lo que hay en ella, lo que fuimos trayendo, pensalo, nada existe.
-Entonces tampoco este lugar.
-No…
-Bueno, salgamos, ¿qué nos impide hacerlo?
-¿Sabés dónde está la escalera?
No la veíamos, sólo la galería, las plantas, las puertas…
-Quien imaginó la escalera no terminó con su idea, no supo dónde ubicarla pero como le gustó, la dejó ahí.
-¿Y? ¿Tendremos que esperar a que vuelva a imaginarla y la posicione donde corresponde?
-Creo que sí.
Miré la sartén de teflón.
Alberto, a sabiendas de lo que yo estaba pensando sonrió con una mueca triste.
La sartén, la mecedora, las toallas de “ellas y ellos”, la biblioteca de fórmica, el espejo-televisor, todo cumplía una función. Salvo la escalera que no subía a ninguna parte.
-¿Quién te parece que puede haberla “traído”?
-No tengo la menor idea.
-¿Por qué subiste, Alberto?
-Podría hacerte la misma pregunta
-Porque, porque… Porque escuché que me llamabas.
-Qué mentirosa, eso fue después del primer escalón.
-¿Y vos cómo sabés?
-Acá lo que no se sabe es lo que se sabe.
Dejó de llover.
-¿Era tuya la lluvia?
-Sí –dijo.
-¿Y esta galería rara?
-No, pensé que era tuya. Es un sitio muy lúgubre.
-Jajaja, ¿y por eso tendría que ser mío? Nones. ¿Te gusta jugar al ajedrez? Tengo uno en el bolsillo. Chiquito pero sirve.
-Dale, elijo blancas. No te preocupes, ya nos encontrarán, esta tarde quedamos en reunirnos todos en la casa, yo recuerdo haber dejado sin querer una toalla sobre la mecedora, a alguien le llamará la atención.
-Yo el paraguas en el bidet. Y queriendo.
Reímos.

Todavía.



La Aguja