La muerte suspiro y le miro a los ojos, las cuencas en su cráneo le hundían en la oscuridad perpetua de la soledad que el color de la noche derrama, no venía por él, no, si fuese así la preocupación se reduciría a egoísmo, le atraía otra presencia, una existencia reducida al centro de su universo que no podía desaparecer, o eso pensaba.
Las lágrimas brotaron sin control, la rabia bloqueaba la razón, kilómetros de imágenes se desbordaban de su mente, las sonrisas estallaban, los fragmentos de recuerdos se hacían irreales y todo su mundo se vino abajo. Su cuerpo clamaba por más fuerza pero su mente aún no se liberaba del aliento de la muerte, hacia solo unos minutos que lo había abrazado, su corazón latía plenamente y sus ojos iluminaban la pequeña habitación. El niño, al cuidado de su padre, representaba todo aquello por lo cual valía la pena respirar.
El manto negro del destino se interpuso entre padre e hijo, la guadaña filosa del fin sesgo el lazo que les unía, un aroma potente abrumo la habitación en la cual de la nada, un alma era cobrada por cuenta de la estupidez, una disparo, una bala perdida escupida de odio irrumpió desde la calle y le alcanzo por la espalda, su corazón acelero incesantemente, y su padre regresaba de la desesperación, la decisión final había sido tomada, el niño cayo enseguida, levanto la mirada buscando la razón de su dolor, la agonía inundaba su mente la cual no conocía más que felicidad, la percepción del fin no era conocida por el pequeño, la hora había llegado.
El sujeto, que poco a poco reaccionaba más a lo que veía, recordaba su primer encuentro con el recolector de almas, quien había reclamado antes el alma de su esposa, en aquel tiempo cuando la cobardía le llevo a permitirlo, pero, ahora era diferente, aquellos fríos huesos no saldrían victoriosos nuevamente, pocos hombres logran ver la labor que realiza esta entidad, pero ninguno interrumpe el proceso. La pequeña alma flotaba con rumbo al otro mundo, pero su padre, dejando atrás la vida ataco al esqueleto por la espalda, se aferró a su túnica con todas sus fuerzas, la muerte, desprevenida, bramo como un león y maldijo en idiomas incomprensibles, al estar de espalda soltó la guadaña para agarrar del cabello al hombre y jalo con fuerza, pero era tal la voluntad de recuperar a su hijo que su cuerpo quedo tieso e inamovible agarrado a la parca, mientras que su alma era sujetada por el cegador, suspiro y le miro a los ojos, las cuencas en su cráneo antes oscuras se iluminaban de un rojo intenso y desprendía un fétido olor a carne podrida, separo su mandíbula y empezó a aspirar, estaba devorándole, alimentándose de su alma. Un llanto rompió en escena, el espíritu del pequeño lo había presenciado todo, su tristeza opaco el ambiente tenebroso y lo convirtió en melancolía, la muerte cerró la boca y abandono la lucha, era suficiente.
Ambos espíritus, padre e hijo se abrazaron y fusionaron en una sola luz, la parca recogió el arma, y volvió a suspirar, echo la vista atrás y observo los 2 cuerpos que estaban abrazados, padre sosteniendo al hijo, agito la guadaña con fuerza y lanzo un zarpazo al aire, separando las almas nuevamente, el niño miro a su padre fijamente y dibujo una sonrisa en su cara, se elevó lentamente y miro al hombre que inmóvil le veía, haciéndole entender que así debía de ser, como si el infinito le hubiese dotado de sabiduría, levanto su manito y desapareció.
El cielo rompió el silencio con lluvia, la noche entraba en su hora más oscura, los huesos caminaron hacia él y le entregaron la guadaña, su ciclo había terminado, los huesos se desplomaron dando paso a una luz que se extinguió al instante, mientras que aquel hombre, que amo a tal punto a su hijo, ahora debía hacerse cargo del final de otros, la lluvia caía fuertemente, el, convertido en huesos, lloro con profunda tristeza hasta comprenderlo todo, ahora, embestido en su nueva labor salía aquella entidad que todos temen y evitan, pero que siempre llega. Y, cada vez que cosecha un alma repite con nostalgia “Para aceptar la muerte es necesario amar la vida”.
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