No hay nada mejor que escribir la primera línea en una página en blanco. Escribir respecto a las tardes, las que tienen nubes con aspiraciones a pincelada, tardes nada mediocres. En el preciso instante en que toda quietud se ilumina por el reverso, como si el espíritu de cada cosa brillara, y el silencio se asemejara a los colores. De pronto, cambiando repentinamente a un sepia sin remedio, pero justo y permanente. Esa hora donde la única solución para la melancolía es colgar de tus ojos el cielo. No hay que dudar. Cuando todo termina se siente en la habitación el peso de la oscuridad creciente, el peso de las ideas y la levedad del espíritu. Luego, no queda más que buscar excusas para construir pasos en las veredas desoladas. Construir rutas, breves suspiros, un paréntesis. En este momento no siento nada. Se detiene el tiempo y sus horarios, sus excusas y texturas. Inhalar, exhalar, inhalar, exhalar. Otra vez. Luego volver a verse. Propinando pisadas al pavimento, pintando senderos en las calles inmundas, sonriendo a la inmundicia y su rechazado mundo de insectos. Sucios. Entonces seguir camino a la oscuridad, seguir rápidamente, de manera imparable como un bólido, seguido por una estela de viento y polvo. La excusa perfecta para cerrar los ojos lo más fuerte que se pueda y nada más sentir. |