Después, las almas multiformes se alejaron tras sus barcas para huir en el bosquejo de las sombras, como un mandato del infierno encarnado con las horas. Y la creciente bifurcaba su espectro sigiloso bajo el cauce de las calles, como un barrilete itinerante de las aguas traspasando sus fronteras. Detrás, los niños enjuagaban el recorrido de sus cuerpos bajo la anchura del espanto, flotando ambivalentes en los sueños. Debajo, un cementerio de casas dormía la espera de sus lápidas, fluyendo en una marea de hilos hacia el atardecer de la ciudad, desgastada e informe. El cielo había cegado los soles y las luces prescindiendo de la nada en una fatiga oscura de oraciones, mientras el temor se exacerbaba confluyendo con el río. Allí los hombres sumergían su dignidad, enclaustrados entre dos brazos inciertos dentro y fuera de la vida, como un territorio ahogado bajo el llanto. Luego el suceder abriendo paso, instigando a navegar entre la gente en una mudanza eterna de lamentos, junto a la soledad desterrada por el agua en edificios. Y las mañanas como un faro intermitente anunciando el salvataje, tras los botes de alimentos y las mantas, los ojos detonando su avidez enraizada hasta los huesos, tras las ansias de la espera. Una barca agita las calles en pequeñas olas ante una Atlántida de anónimos; como un sin fin de camalotes la gente se desplaza a la deriva de su sino, mientras la noche se abre en la negrura de sus márgenes, para perderse indisoluble bajo un umbral de miedos.
Ana Cecilia.
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