Lo conocí sin intención. Lo miré desde lejos, sólo porque alguien más me hizo reparar en él. Hoy, si lo pienso, sería justo decir que era bello.
Un hombre de campo, los brazos fuertes, el abdomen plano y la mirada baja.
Si hubiese sido para mí no me habría atrevido a hablarle, pero alguien más lo deseaba y yo era sólo una intermediaria. Así fue en teoría. En la práctica él no sabía hablar, pero era rápido en el abrazo, de manos fibrosas y voluntad decidida.
La primera vez salimos a caminar de noche. No viajaba sola, era tan joven, así que me salí discretamente, pero eso significó beberme de un trago el licor de guindas que me sirvieron como bajativo. Estaba ebria y feliz. Caminamos en la oscuridad por terreno agreste. Había gente, pero sólo sentía voces, algunos cantaban, otros conversaban, se reían. En el aire un olor a cigarro, a tierra, a humedad. Su mano tomaba la mía como si le perteneciera, me guiaba. Buscó un rincón tranquilo, se volteó, me atrajo hacia sí y me besó sin pausa. Su boca era fresca, su lengua entrometida, apasionada.
La segunda vez fue a medio día. Me llevó a cabalgar y me tragué toda mi cobardía para galopar tras él y lejos, sudados en medio de la nada, a pleno día y a pleno sol supe cuál era de veras su olor.
Él olía a sandía. |