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Sus ojos negros me contemplaban silenciosos. Allí estaba Ana, tal y como la imaginé tantas noches en vela bajo la luz de la luna, mientras entre ensoñaciones construía miles de inútiles situaciones, comedias sheakspireanas en las cuales le declaraba mi amor. Algunas veces ella, altiva e imponente, se aparecía ante mí en medio de una tormenta, brillante como el sol y hermosa como la luna, y solo el rechazo me despertaba; otras un desenfrenado orgullo me la mostraba arrodillada, llorando de alegría y entregada a mis deseos, despojada de su vida, pequeña y frágil cual cristal. Pero aquella realidad, la única en verdad, lejos estaba de mis fantasías. Ella, aunque frente a mí, estaba lejos. Con solo alzar la mano podría acariciar su rostro, sin embargo la sentía a miles de kilómetros de distancia. Su cuerpo se erguía, misterioso. Le pregunté a sus manos si podían decirme algo sobre ella, pero frías y delicadas se deslizaban entre las mías como si fuesen granos de arena. Busque en sus labios, que se estremecían con mi aliento, alguna pista, algún designio de su alma, pero solo se dejaban caer en los míos, y pálidos se dormían a mi abrigo. A nuestro alrededor el viento, que segundos antes se había divertido jugando con su pelo, parecía querer evitarla, rodeándola para luego doblar en la esquina, tras el gran sauce que nos cobijaba. El sol, que había brillado sobre su rostro, brindándole un aura y un fulgor propios de un ángel, se escondía detrás de una nube, temeroso.
Examiné sus ojos negros, que bañados en un extraño resplandor no podían llegar a mi, si no que simplemente contemplaban el vació entre los dos, esa nada triste y solitaria que nos separaba. En ellos la vi, oscura, arrastrándose, corriendo hacia lo desconocido, y me sumergí tras ella en ese mundo azabache. Únicamente una tenue luz guiaba sus pasos, por lo que la seguí por entre la noche que se cernía sobre ambos hasta llegar a una escalera, antigua, corroída por los años. Sus pies danzaron sobre los peldaños hasta que desaparecieron en la luz blanca que se encontraba en la sima. Ascendí presuroso. Cada un par de pasos debía detenerme, mis manos húmedas no lograban sostenerse y mis ya gastadas rodillas me pedían descanso. Mi corazón galopaba y en mi mente ya nada parecía tener sentido por fuera de aquella escalera y la luminaria delante mío. Aquella que, aunque a cada segundo tenía más cerca, parecía apagarse con cada paso que daba. Cuando finalmente llegue, ante mi se presentó una vieja puerta de hotel, 1001 “no molestar”. La abrí lentamente, sin importarme los gemidos del viejo y oxidado eje que amenazaba con desplomarse.
La habitación, tan calida como jamás lo hubiese imaginado, estaba bañada por una luz opaca, tenue y densa, mientras que en el ambiente flotaba un delicado aroma a menta. Deslicé mi cuerpo lentamente hacia el interior, sin atreverme siquiera a levantar la voz para llamarla, y es que todo en aquel cuarto me reclamaba silencio. Era un lugar pequeño con paredes de madera que dejaban traslucir un tenue brillo. El piso, de un mármol nebuloso, se encontraba impoluto, aunque resaltaba fuertemente con las paredes tan rusticas. A mi derecha había una ventana sobre un escritorio. Si bien entraba por ella la luz del sol, poco más podía apreciar desde allí. Todo lo demás estaba cubierto por un velo, denso como la niebla. Me acerqué. A través de ella el sol adornaba un amplio campo de maíz y hacia cantar a unas orquídeas plantadas en el alfeizar. A lo lejos el infinito se expandía, en forma de girasol, hasta donde la vista lo permitía. La paz parecía reinar en aquel lugar, aunque pronto vi aparecer un par de sombras que corrían alegres entre los cultivos. Sus risas de niñas les dieron vida a aquellas siluetas extrañas que se escondían y volvían a surgir, cantando y gritando, hasta que en un momento desaparecieron como el polen desaparece en verano llevado de una flor a otra por el viento.
Volví mi atención al cuarto. En un rincón, casi oculta entre la oscuridad que aun existía allí, había una cama marinera. Aunque antigua y desgastada, sorprendentemente ambas camas estaban hechas, cubriéndolas unos acolchados de un rosa pálido. Me acerqué despacio, solo para tropezarme con un pequeño oso de peluche, algo roto en sus costuras y sin un ojo. Lo tome delicadamente. Por un momento una risa de niña retumbo en mi cabeza al observar al muñeco, pero se apago lentamente, por lo que lo deje en la almohada de la cama. En el soporte derecho de la misma había varias marcas horizontales, una sobre la otra, al igual que en izquierdo, aunque estas no alcanzaban la altura de las primeras. Allí había una niña, de unos doce años, sonriente y en puntas de pie, de espaldas al soporte. Su imagen se esfumaba con la densa oscuridad. De pronto me miro fijamente y se lanzo hacia mí, desvaneciéndose en mis brazos.
A un costado, a mi izquierda, había una segunda ventana, por la cual se podía observar una luna llena que iluminaba las luces de neon de las publicidades en los techos de los edificios que desde allí se podían ver. Sobre la baranda había una mujer, joven y bella, con un cabello ondulado que le cubría el rostro, bañado en lagrimas. Era muy similar a Ana, aunque mas madura y con un semblante, aún en aquella situación, más firme y decidido. Me miró tristemente, con sus ojos desteñidos por el llanto, esbozó una sonrisa y se lanzó. Corrí asombrado, mas cuando me asomé nada había ocurrido y solo se escuchaba los maullidos de un gato en el callejón.
Sobre un escritorio de madera sin pulir ni pintar, Había un cuadro de una niña, de unos cuatro años, que sonreía contenta con un fuerte brillo en los ojos. Era Ana. Sonreí suavemente al darme cuenta que su mirada jamás había cambiado, siempre con ese resplandor que denotaba deseo y temor. Sin embargo había algo extraño en aquella fotografía. Era ella pero también era la mujer que había visto en el balcón. Esa sonrisa jamás había adornado su rostro como en aquella imagen. Es mi hermana. Sorprendido volví mi rostro hacia un rincón olvidado del cuarto, donde una niña, que debía tener no más de siete años, se encontraba sentada, tomándose las rodillas y mirando hacia la pared. ¿Ana? Su nombre se desvaneció en la apagada luz que entraba por la ventana del campo de maíz apenas salió de mis labios. No respondió, tampoco era necesario. Mi cuerpo y mi alma me decían que era ella, Ana, la misma sombra que me había guiado hasta allí. Es mi hermana. Repitió aquello casi sin necesidad. Las palabras pronto se habían confundido con el llanto y ya no podía comprenderlas. Ella salto, salto mientas jugábamos. Su cuerpo, que se difuminaba en la oscuridad de aquel rincón, parecía aun más pequeño y frágil que su voz, la cual se paseaba ebria por la habitación antes de llegar apagada a mis oídos. Ella salto, salto, ¡salto! Un grito ahogado envolvió la espesa atmósfera que, sorprendentemente, había tomado por asalto al cuarto. Toda ella era llanto y temblor, el mismo que comenzaba a tomar fuerza en mis piernas, mientras mi corazón se aceleraba y un sudor frió recorría mi espalda llevándose todas mis energías con él. Caí pesadamente frente a ella. Un torrente tan negro como sus cabellos la envolvió gentilmente, alejándola cada vez más de mí, cada vez más pequeña, más temblorosa, ahí, en su rincón, llorando desconsolada, al abrigo de la pared. Bajo mis rodillas el suelo comenzó a abrirse, quebrándose indeciso. Las ventanas se derretían, cayendo espesas en un mar de colores sobre la nada que antes eran los blancos azulejos. A nuestro alrededor un fuerte olor a azufre comenzaba a surgir desde lo profundo, tan sólido como la hiel, hiriendo mi cuerpo cual si fueran cristales. La cama ya no era más que un pequeño montículo de arena que se esparcía sobre nosotros, bordeándome mientras jugaba en el vortice de oscuridad que parecía elevar a Ana por el aire, abrigándola de la destrucción a su alrededor, absorbiéndola en su interior, en su eterna lagrima. Me erguí impotente, y cerrando los ojos la abrasé lleno de temor, sollozando como un niño; a mí alrededor solo había ruido, calor y su cuerpo hibrido latiendo en mi pecho, mi cara en su espalda y mis manos en sus rodillas, que sostenían ese rostro anónimo y húmedo, de niña pequeña.

La calma y suave caricia de la brisa que débilmente comenzaba a hacerse presente me instó a abrir los ojos. En mis brazos aun estaba ella, calida y respirando profundamente. Sus cansados parpados descansaban en mi pecho mientras sus brazos, aun inertes, jugueteaban entre los míos. A nuestras espaldas el gran sauce nos saludaba elegante.

Texto agregado el 16-06-2011, y leído por 110 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
16-06-2011 Buen relato glori
16-06-2011 Un escrito muy sentido. Me gustó mucho. el_otro
 
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