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Inicio / Cuenteros Locales / a_v_etcheverry / Luz sin Fuerza

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No recuerdo exactamente que estaba soñando, pero si tengo fresca esa sensación de nerviosismo. Seguramente alguien me estaba persiguiendo o me quería cobrar de más, por que me desperté algo agitado.
Sin resultados intento retomar el sueño perdido. Rezongo y me quejo entre las sábanas desordenadas y el calor sofocante típico de enero. Las gotas de transpiración ruedan por mi rostro y las cobijas se adhieren como sanguijuelas enamoradas a mi espalda. Uno se mortifica razonando como hará para pagar las cuotas del aire acondicionado para después terminar por no gozar de sus frescos beneficios.
No pudiendo soportar un segundo más, me levanto para corroborar el correcto funcionamiento del aparato climatizador. Entonces me doy cuenta que el mismo no solo está apagado, sino que tampoco tiene esa lucecita verde que indica estar al menos enchufado. Recién ahí caigo en la dura realidad: se había cortado la luz.
De forma atolondrada arranco para el otro lado del cuarto. Me llevo por delante una banqueta, el ejercitador “adelga-matic 2011” que uso de perchero y piso un ladrillito de Lego que mi hijo dejó tirado en la alfombra. El dolor que me causa ese adorable ladrillito es casi tan grande como parir a los quintillizos Rigantti. Pero todo el dolor desaparece de mi cuerpo al confirmar lo que más había temido: el despertador titila rítmicamente en 00 por el corte de luz y no había sonado para que vaya al banco donde trabajo.
Mientras abro el cajón me golpeo la rodilla derecha. Es el momento justo para recordar a toda la familia materna del mueblero que me hizo las mesitas de luz. Dentro del cajón encuentro mi reloj pulsera que indica las 7.30 de la mañana. ¡Solo me pasé 30 minutos de mi horario habitual! Si apuro un poco el tranco seguro llego sobre la hora a la sucursal.
Con el pie castigado por el ladrillito, la pierna adormecida por el golpe con el ejercitador y la rodilla todavía latiendo por el golpazo del cajón, corro al baño para lavarme la cara. El espejo responde con un tipo parecido a mí pero totalmente arruinado, ojeroso y transpirado. Abro la canilla y entro a darme una regia y apresurada ducha para devolver algo de vida a esa triste imagen.
Como la mañana arrancó de forma algo caótica, la ducha en clara actitud gremialista decide acompañar la moción. El agua se corta donde todas las películas recomiendan, justo cuando mi cabeza rebosa de shampoo y mi cuerpo de jabón. Cruzo el baño resbalando con mucha gracia y elegancia. Paso por el pasillo que conecta los ambientes y entro a la cocina liberando un enjambre de burbujas multicolor. Por suerte mis hijos están dormidos, sino se divertirían pinchándolas.
Gracias a la bondad divina (o del arquitecto), en la puerta de la cocina del lado de afuera tengo una canilla que brinda agua de la calle y que nunca se corta. Con dificultad me agacho peleando con la toalla para que no deje ver mis partes y escucho el sonido de la regadera funcionando a lo lejos. Apresurado resbalo con mucho menos gracia y elegancia que antes cruzando otra vez la cocina, el pasillo y el baño para culminar con esta ducha infernal.
Ya sin jabón en el cuerpo pero con los ojos rojos pasión carmesí, con la rodilla inflamada como una sandía y una furia indescriptible me seco, me visto y peino. Solo quiero encaminar este espantoso arranque de día.
Con el tiempo realmente justo y en un acto de osadía trato de tostar dos rodajas de pan lactal. Al mismo tiempo intento poner el café a preparar, calentar la leche, abrir la mermelada y leer el diario. Como lamentable resultado lleno de mermelada la sección deportiva del diario, meto el café en la leche fría y olvido las tostadas dentro del filtro de la cafetera. Mi “genio” inconsciente logra inventar un nuevo desayuno: Café con leche frío y recién lacteado. Acompañado con tres deliciosas hojas del culebrón entre Riquelme y Palermo a la frambuesa. Toda esa creatividad culinaria va a parar a la basura.
Mientras mi estómago ruge de hambre agarro el antiquísimo celular de mi esposa (obviamente me había equivocado, pero a esa altura ya era algo irrelevante) y lo coloco en la mochila de princesas de mi hija menor. Me cuelgo la mochila al hombro y para masticar algo agarro el chicle de maracuyá que mi hijo se había olvidado sobre la mesa hace varios días. Al intentar pasar por la puerta me golpeo nuevamente la rodilla. Con la valentía de un espartano rengueo a toda velocidad hasta la parada del 166. Por suerte esta mañana el tráfico se percibe muy tranquilo. Evidentemente el chofer del ómnibus también ha tenido un amanecer complicado y se demora mucho más de la cuenta en llegar.
Con 20 minutos de demora el transporte hace acto de presencia. Como el primer guiño que me da la suerte en la mañana, el colectivo se presenta vacío. Es una situación muy extraña pero más que agradable. Elijo el asiento y opto por acomodarme del lado de la ventanilla, para poder apoyar la cabeza y descansar un poco después de tantas peripecias. Pero la suerte resultó ser tuerta y en vez de guiñarme un ojo me escupe en la cara socarronamente. Tal vez haya sido por el mal descanso de la noche o la falta de desayuno, pero me quedo dormido por completo pasándome más de 15 cuadras de mi parada.
Después de lo que parecieron horas, me despierto. Estoy sentado con la cabeza contra el vidrio del colectivo y el hombro baboseado. Todo alborotado, corro para pedirle la parada al chofer. El adorable profesional del manejo observa que mi boleto no cubre el exceso del trayecto, ¡Y me obliga a sobornarlo para no llamar a la ley por abonar un boleto menor! A esta altura el dinero significa para mí poco menos que un mapache muerto y le arrojo 20 pesos sobre el volante mientras corro hasta la puerta del ómnibus. Por tercera o cuarta vez (ya no recuerdo) me golpeo la rodilla desintegrando todo signo vital en ella. Con un cojeo casi heroico repto las 15 cuadras hasta la puerta del banco.
Llego con un retraso de más de una hora encima. Con la rodilla convertida en una bolsa de arena, la mochila de princesa de mi hija al hombro y un gustito a maracuyá añejo en los labios. Casi suplicando toco el timbre de mi trabajo. Como nadie responde golpeo con fuerza la puerta una y otra vez. No recibo respuesta alguna, entonces me decido a esperar.
Por más de 45 minutos espero recostado en la entrada. Estoy tirado como un indigente o un maniquí abandonado. Con la moral totalmente pisoteada, veo que una dama tira un diario en el piso junto a lo que en algún momento fue mi rodilla derecha. Con las manos temblorosas y la respiración entrecortada por un incipiente llanto, leo con asombro y congoja en la parte superior del diario la siguiente leyenda: “sábado 15 de enero del 2011”. Luego de unos largos segundos me permito dibujar una pequeña sonrisa en mis labios. Después caigo de forma aparatosa contra el blindex del banco y me desmayo.

Texto agregado el 16-06-2011, y leído por 106 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
16-06-2011 chido el-bato-notable
16-06-2011 Buen relato es interesante. siemprearena
 
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