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Ahí estabas tú, formando parte del alegre cuarteto. Dos hombres y dos mujeres sentados en la mesa rectangular, con mantel a cuadros de un restaurante típico.
Recuerdo que quien tomó la instantánea fue un fotógrafo callejero, de esos que ofrecen sus servicios en calles, paseos y lugares turísticos. Equipado con una cámara automática, en nada se parecía a aquéllos que, ocultando la cabeza cual avestruz bajo un paño negro, encendían el magnesio y obtenían fotos que, luego coloreaban o arreglaban para sus clientes. Esas eran fotos en blanco y negro, que solíamos tomarnos en el parque, porque ahí siempre estaba los domingos el viejo don Lucho, a quién llamábamos el último de los románticos.
Ese fotógrafo callejero era diferente, manejaba su cámara con cuidado y con ella captó el preciso instante en que una carcajada muda acentuó en las pupilas, una alegría que no existía.
Resultó una buena foto, como para guardarla en un álbum y luego dejarla formar parte del baúl de los recuerdos y esperar a que, cuando fuese encontrada alguien exclamara: ¿Te acuerdas...? o bien, parte de los actores del retrato dijesen: ¡qué buena estuvo la fiesta!
Nada parecido ocurriría con esta fotografía, no tenía destino ni futuro asegurado, permanecería guardada por un largo, largo tiempo.
Y ahí estabas tú, segregado del álbum y sentado frente a mí con tu pareja. Tu mirada cruzaba el mantel a cuadros esquivando platos y copas, para encontrarse clandestinamente con la mía. En esos momentos hablabas, te dirigías a todos, pero tus ojos gritaban otro mensaje, musitaban recuerdos que yo no quería traer a la memoria.
Me recordabas silenciosamente el amor y la pasión que ambos habíamos experimentado, a la vez enseñabas tus celos por quién me acompañaba, acentuándose la burla en tus pupilas y graficándolas con frases al oído de tu compañera, a la que le arrancabas risas, que en otra época yo le habría borrado con las uñas.
Mi mirada esquivaba la tuya, en el escaso metro de madera y mantel que nos separaba. Estábamos tan cerca y al mismo tiempo tan lejos. Ambos temerosos de enfrentar el pasado.
Ninguno de los dos programó ese encuentro, fue casual. Resultó divertido el trabajo que nos dimos para presentar a nuestras parejas, como sí nos hubiésemos puesto de acuerdo previamente. Dimos nombres y omitimos el resto, dándole un aire de misterio a la conversación.
Mientras duró el almuerzo ninguno de los dos mencionó ese pasado común, era una situación estúpida y absurda por lo que preferimos hacer referencia a una vieja amistad sin entrar en detalles de lugares y tiempo. Todo era vago. Extraordinariamente generalizado. Ni tú ni yo reconocimos, que alguna vez el amor nos había unido, hablamos de “tiempos idos” y espantamos los fantasmas del pasado con un alegre y falso presente.
Ninguno preguntó o indagó más del otro, concentrándonos en una charla social y anodina, sin dejar de observarnos entre plato y plato, como los cazadores a sus presas, intentando ambos saber lo que no decíamos a viva voz.
Quise descubrir qué te unía a ella, no era tu tipo de mujer, demasiado grande, demasiado ejecutiva, demasiado rígida. Tú hiciste lo mismo con mi acompañante y logré que nada supieras de él.
Tras cada pregunta o respuesta, los dos buscábamos la pieza perdida del puzle inconcluso, en que ambos nos habíamos convertido. Era como un rompecabezas que la vida dejó sin terminar y olvidado. Nadie lo guardó, nadie lo cuidó.
Casi te descubres cuando mencionaste que yo odiaba las frutillas, y yo, a la hora de los vinos hice lo mismo, recordé que siempre preferías los rojos.
No se qué tan engorroso habría sido explicar nuestro mutuo conocimiento. Casi como en un juego, hablando generalidades y muchas nimiedades se pasó el almuerzo y ambos dijimos adiós a ese encuentro no programado, del que sólo quedó la fotografía, porque en un gesto que te retrata de cuerpo entero, la compraste para mí.
Al salir del restorán, parecíamos un grupo de amigos que disfrutaron juntos un grato momento, después de largo tiempo sin verse. Dijiste: nos vemos...y yo respondí: por supuesto.
Me dio la impresión que deseabas agregar algo más, pero teníamos prisa. Instintivamente quise alargar la despedida, porque esa tarde dejaría la ciudad, el país y tu recuerdo, pero no había tiempo para ello.
En mi cartera viajó la fotografía del alegre cuarteto, en el restorán típico y de moda, con mesas rectangulares y manteles a cuadros, sin que supiéramos, que tu orgullo y el mío se habían confabulado a la hora del almuerzo, para que no te enteraras en esos momentos, que frente a mi te sentaste con la nueva gerente de tu empresa y que a mí me acompañaba el agente de viajes de mi compañía...

Texto agregado el 15-06-2011, y leído por 212 visitantes. (0 votos)


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