La estación del ferrocarril se estremecía con el paso apresurado de los pasajeros. En el andén, el tren esperaba tranquilo y el eco de mis pasos decía a gritos, que llevaba prisa. Pese a todos los intentos había logrado llegar a escasos minutos de la partida y el peso de mi equipaje dificultaba mi andar. Con la habilidad que proporcionan los años y el conocimiento de los pasajeros, el encargado del carro me ayudó a subir y no bien puse los pies en el interior del vagón de primera clase, el tren partió, dándome la impresión que no quería dejarme en tierra, y que de alguna manera, tenía algo reservado para mí.
La conversación se inició como comienzas todas, tal vez a resultas del movimiento del tren, quizás por el diario extendido, o la revista que dejé sobre mi falda. De cualquier manera, mi vecino de asiento - un hombre mayor e impecablemente vestido de terno gris - resultó ser una grata compañía. De aspecto señorial, hermosas manos, pelo cano y acento extranjero.
No llevaba junto a él equipaje de mano, salvo un maletín, un sombrero gris como su terno y un paraguas tipo inglés, todo lo cual me hizo pensar que su destino estaba cerca. Me llamó la atención la empuñadura del paraguas, que cerrado parecía un bastón, sobre el cual descansaban sus manos.
Sin lugar a dudas era un hombre culto y muy viajado. Conocía el recorrido del tren, como sí fuese su dueño. El camarero del vagón le trataba con respeto y con especial atención. En general, diría que todos los empleados del ferrocarril le otorgaban igual y deferente preferencia, que él agradecía elegantemente y sin muchas palabras. Deduje por ello y por otros detalles, que era un pasajero habitual y además de ello, un hombre importante.
A lo largo del viaje y de su conversación, me enteré que solía hacer este trayecto un par de veces al mes, lo que sumado a los años que llevaba en el país, me explicaba el que conociera todos los horarios, itinerarios y estaciones.
Me dijo que iba a Valdivia, su hermano residía allí. A medida que se sucedían las estaciones, su conversación se hacía más interesante, de cada lugar me relató una historia o una anécdota. De esa forma me enteré, que un jefe de estación plantó porotos en la base de una torre de agua y las plantas al crecer treparon como enredaderas hasta la copa, donde él hacía su cosecha, ante la mirada incrédula de los pasajeros.
Cuando nos acercábamos a Loncoche tuve la impresión que el tono de su voz cambiaba, del festivo fraseo anterior a uno melancólico y triste. Me advirtió que me contaría una historia real, que a diferencia de los cuentos para niños, no tenía un final feliz ni se había escrito la última línea de ella.
Me sorprendió el preámbulo, pero mi curiosidad se había despertado y me mantuvo alerta a sus palabras: Corría el año 1928 y hasta Loncoche llegó un joven y atractivo ciudadano argentino, que enamoró a dos hermanas. Ambas jovencitas, hijas de un prominente hacendado, dueño de grandes extensiones de bosques y de numerosas cabezas de ganado. El joven rondó a las hermanas y pasado un tiempo se alejó en busca de una fortuna, que acaba de heredar. Nunca más se supo de él ni de su paradero. De su estada en el pueblo quedaron huellas profundas, sobre todo en la casa del hacendado, ambas hermanas esperaban un hijo.
El padre de las muchachas, un hispano curtido por el trabajo pionero en la región, ocultó su vergüenza y la de sus hijas, para ello llevó a ambas jovencitas a la ciudad de Temuco, donde pasados unos meses, ambas dieron a luz, encerradas en el cuarto de un hotel. La una tuvo un niño, la otra una niña de ojos azules.
El terrateniente esperó a que ambas madres se recuperaran del parto y sólo entonces les manifestó su intención de regresar al campo, para ello las autorizó a salir de compras, mientras él se quedaba al cuidado de sus nietos. La núbiles madres, casi niñas, salieron con el entusiasmo propio de sus años y regresaron al hotel con abultados paquetes. La alegría experimentada le fue borrada de golpe de sus rostros, cuando al ingresar a sus habitaciones descubrieron que ambas criaturas habían desaparecido.
Ni sus ruegos ni sus llantos desgarradores sirvieron para conocer el paradero de sus hijos, nada conmovió el corazón del hacendado. Les explicó que, a partir de ese momento debían olvidar todo, incluso a sus hijos recién nacidos...
La historia de mi gentil compañero de viaje terminó con el mismo tono triste con el que había empezado. En mi garganta se apretaron preguntas y lágrimas por el dolor de esas niñas. Quise saber más, pero el tren llegaba a mi estación de destino y debía bajar.
Me pregunté mil veces, durante ese viaje, ¿ qué sucedió con esos bebés? Cada vez que recordé la historia relatada en el tren, volví a interrogarme y a pensar sí la mirada azul de la niña apareció alguna vez en los sueños de su madre, como una pesadilla sin fin. Nunca encontré la respuesta, porque así estaba escrito que sucediera y el tiempo pasó.
En un recital poético, una amiga leyó unos versos que decían: Extraña pareja/forma el señor Masachi y su hija/El bajito, oriental y ceremonioso/Ella rubia, alta y de ojos azules./ Van de la mano/camino al colegio/ con lluvia o con sol
juegan llevando el bolsón./ Extraña pareja forma el señor Masachi/ y su hija ojiazul/ saludan con leve inclinación/ dan pasitos cortos/ al estilo oriental.
Extraña pareja forma el señor Masachi y su hija...
Eran raros sus versos, casi como el inicio de un cuento. Le pregunté porqué los había escrito y ella nerviosa me respondió:- Recuerdas la doctora que te presenté...? Tiene ojos azules y apellido oriental...Luego continuó: Al parecer fue hace muchos años, cuando sólo era una niña y vivía con sus padres en Concepción, llegó hasta su casa de visita una tía, hermana de su madre, quién insistió que era hora de decirle la verdad. Quiso obligar a su hermana a admitir que la niña tenía edad suficiente como para conocer su origen y como era de esperar, se produjo una desagradable discusión, que finalizó con el retiro de la visita en forma abrupta e indignada.
Ese día, la futura doctora, comprendió que el espejo nunca la había engañado, ella era diferente a sus padres. Interrogó a su progenitor al respecto y éste, con sabiduría oriental le dijo ser un hombre afortunado, a diferencia de otros, él había podido elegir al hijo que llevara su nombre y ese hijo había sido ella. Le fue ofrecida en adopción por un señor de Temuco, junto con otro bebé de sexo masculino, el que posteriormente fue adoptado por otra familia de la ciudad.
Con naturalidad y filosofía nipona, el señor Masachi dejó que la vida continuara su curso, pero la semilla había encontrado buena tierra para germinar y la doctora desarrolló una gran habilidad para investigar todo lo relacionado con su adopción, hasta que los años le señalaron un nombre y un lugar: Loncoche.
Cuando mi amiga poeta terminó su relato, recordé impresionada aquél viaje en tren y las palabras de mi gentil y anciano compañero de viaje: una historia que a diferencia de los cuentos para niños, no tiene un final feliz y aún no se ha escrito la última línea...
|