Es posible que se parezca a otros, para mí es especial. Como diría la Carmen: “común y silvestre m´linda”, porque ella los colecciona desde siempre. Los ha traído de diferentes partes del mundo y sus amistades han cooperado a la colección y a su chifladura, siempre viene uno en alguna maleta de regreso a casa.
Ella los recibe de regalo y hace unos aspavientos increíbles, que justifican la molestia de comprarlos y traérselos, y ella agradece con un ceremonial exótico, al colocarlos entre los demás que componen su fabulosa colección.
Este del que hablo, nunca está limpio como los de la Carmen que brillan como en un verdadero museo, aptos para ser mirados y admirados, pero jamás tocados. El mío es común, parecido a tantos otros utilizados como promoción de marcas o lugares, no tienen gran valor y sólo varía la publicidad estampada en él.
La Carmen no tiene ninguno así, de eso doy fe. Los suyos son finos, escasos y traídos de lugares exóticos, para ser puestos junto a los demás. El mío ha guardado de todo: botones, cigarrillos, pinzas, alfileres y quizás uno de ellos es el que me trae a la memoria, de la forma que llegó a mis manos.
Ese día llovía como en el diluvio, era uno de esos inviernos fríos y lluviosos, en los que se tiene la sensación de estar siempre húmeda y nunca abrigada. Aquél día llovía como dicen en el campo: “ d’rriba pa’bajo y de bajo pa’rriba”. Recuerdo que intentando llegar hasta el paradero del bus, distante a sólo dos cuadras de la oficina, el impermeable dejó de ser tal y se transformó en un miserable y vulgar abrigo húmedo. Un bus me salpicó de barro desde la cabeza hasta los pies, dejándome en un estado lamentable de aspecto y de ánimo, en esa noche invernalmente oscura.
Imploré al cielo por un taxi que nunca apareció, soñé con una tina de agua caliente, que alejara de mí la sensación de frío que me consumía con cada baño de barro y agua lanzado por los vehículos que pasaban. No quedaba en mí ningún rastro de buen humor cuando un auto frenó en la mejor y más grande las pozas de la avenida, que vanamente intentaba cruzar. Lágrimas de humillación corrieron por mi cara, extrayendo desde el fondo de mí, deseos de asesinar al conductor, que abrió la puerta del vehículo y me gritó:
- ¡ Hey, pareces un pollo mojado!...
Lo odié con todo mi corazón. Sí hubiera tenido a la mano un objeto contundente, lo habría usado sobre la cabeza del payaso de la oficina. Para él la vida era una broma constante, una risa, una comedia.
- Algún día te voy a matar, le respondí trepando en el asiento delantero del auto, arruinándole el tapiz de su nuevo bólido de malcriado.
- Oye es cierto, de verdad pareces un pollito mojado, me dijo riendo suavemente y agregó la tonta pregunta de: ¿cómo lograste mojarte tanto?
- ¿Y qué crees tú que hacía en la vereda?... Estaba tomando un baño de barro y lluvia, cuando me interrumpiste...
Algo así debe haber sido lo que sucedió, primero rabia, luego risas y finalmente ternura, porque el payaso después de todo tenía sus encantos ocultos y con una ducha caliente borré el barro de mi cara y pelo, del mismo modo que él con sus manos y cuerpo le arrebató al mío, el frío de esa noche de lluvia en el interior de un motel, desde donde me llevé como recuerdo y trofeo, el cenicero común y silvestre, que la Carmen nunca tendrá en su colección.
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