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Estoy pensando en una explicación que nadie me ha pedido. Una vez mencioné mi famosa teoría y quién la haya escuchado debe haber pensado, que además de frase cliché, encerraba una actitud pedante. Ni loo uno ni lo otro, lo creía firmemente y decidí hacer el experimento.
Necesitaba un conejillo de indias en quién probar la teoría y lo busqué sin prisa. Resultó elegido Eugenio, era el candidato ideal, vanidoso, vividor, experto, casanova y por cierto buen mozo, un clásico espécimen mundano.
Mi teoría sustentaba que la mente era más poderosa que cualquier sentimiento, que puede controlar todo, ahogar los deseos, borrar los sueños e incluso abortar cualquier sentimiento. De acuerdo a este planteamiento, me suponía capacitada para coantrolar cada uno de los movimientos del tablero de ajedrez, en el que finalmente se transforma una relación sentimental, sobre todo sí se trata de una conquista y ni hablar de aquéllas clasificadas como clandestinas.
Ponerla en práctica no me fue difícil, me ayudó la natural simpatía de Eugenio. Fue él quien dio el primer paso y quién despertó la idea del “conejillo de indias”. Con el correr de los días me transformé en la presa apetecida por su instinto de cazador y él utilizó todas las tretas conocidas: invitaciones, halagos, atenciones, pequeños regalos y grandes proyectos en los que de alguna forma me involucraba.
Dejarme atrapar, sin probar mi teoría, era una tentación más que atractiva. Era un poco decir, he logrado lo imposible: conquistar al conquistador y mi ego bramaba por ponerle banderilla a ese toro.
Mi mente fría y calculadora estudiaba cada movimiento. Cada sí y cada no, era sopesado de tal manera que nunca parecieran una negativa rotunda o una aceptación fácil. Era ya casi vital probar mi famosa teoría, la mente debía permanecer fría, controlando cualquier emoción o sensación a la que estuviese expuesta.
El juego comenzó como empiezan todos estos juegos, un simple roce de manos o una caricia en mi pelo y una descarga eléctrica recorría todo mi cuerpo, pero mi cabeza detenía sistemáticamente cualquier mensaje cifrado que enviaran mis hormonas, las que reaccionaban igual a las de cualquier hembra en celo.
Poner a prueba la teoría me resultó un juego excitante, entretenido y a la vez peligroso. Cada encuentro era una apuesta a doble o nada, casi como una ruleta rusa. Los roces casuales, las palabras al oído, las sonrisas cómplices, poco a poco fueron transformándose en mensajes más audaces, que exigían una respuesta en el mismo tenor. Eugenio añadiría una nueva conquista a su bitácora y yo, gracias a mis condiciones especiales saldría indemne y en lo sucesivo, gracias a mi teoría, podría controlar cualquier situación parecida.
Había encontrado la fórmula ideal, el triunfo estaba al alcance de mis manos; de mi mente no se escapaba ningún detalle, todo estaba bajo un estricto control; segura de no cometer ningún error, menos aún tener consecuencias posteriores, mi plan marchaba a la perfección. Todo funcionó como un reloj, mientras mantuve las reglas del juego que me había impuesto, las que Eugenio desconocía y que se parecían a las que usan los niños cuando juegan, susceptibles de ser modificadas en cualquier instante y según el capricho del líder.
Una de las máximas fue dosificar los instantes de soledad mutua, de tal forma, que siempre podía decir oportunamente algo así como:
- Nos pueden ver
- Nos pueden escuchar
- Se pueden dar cuenta

Acotaciones como hoy regreso temprano, tengo otro compromiso, nos vemos sí es posible. Jamás totalmente disponible, jamás totalmente inaccesible.
Las reglas modificadas a mi antojo, pronto adolecieron de un pequeño pero significativo error. Más que probar una teoría estaba inserta en un juego, en el que corría el riesgo de perder todas y cada una de mis cartas. Debía tener cuidado, el que no hubo en la fábrica el día en que falló el sistema de interconexión, porque un técnico se distrajo y la mantuvo detenida todo el día. Eso podría afirmarlo, fue lo que sucedió, no consideré en mis planteamientos los imponderables tan famosos. La frialdad cerebral de la que me jactaba, resultó como una veleta azotada por un huracán de emociones, en el que perdió rumbo y ritmo, siendo finalmente incapaz de gobernar la nave, sucumbió frente a caricias avasalladoras y besos turbadores en un encuentro solitario y no programado por mi mente.
El cazador cobró su presa, coronó su cabeza con laurel y cabalgó a horcajadas sobre ella, demostrando que hasta la más fría de las teorías puede sucumbir ante un ardiente corazón.
Y ahí estaba yo, bebiendo los vientos por el Casanova que me hizo abdicar cualquier idea loca frente al altar.

Texto agregado el 15-06-2011, y leído por 173 visitantes. (1 voto)


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