En mi tierra son buenos para los cuentos, las copuchas, y todo aquéllo que tiene que ver con la vida privada de otras personas, salvo la propia. Entre otras habladurías cuentan el caso de la viuda inconsolable, que según las viejas habría vivido en las cercanías unos treinta o cincuenta años atrás.
Estaba casada con un hombre bien parecido y formaban una familia, aparentemente feliz y bendecida dos veces por la fortuna. Tenían varios hijos y a medida que pasaban los años aumentaban las inversiones y negocios del marido.
Dicen que él, en la plenitud de su madurez, se enfermó de un mal desconocido y que visitó a destacados médicos, con la esperanza de sanar. También cuentan, que al no hallar alivio para su mal, pese a estar largo tiempo en la capital, finalmente regresó a su tierra, con pleno conocimiento que el tiempo sería su verdugo. De nada valía la fortuna amasada ni el amor de su mujer. El hombre se moría.
Cuentan que los hijos era profesionales, dedicados a diferentes actividades y que sólo uno trabajaba con él y fue quién se hizo cargo, junto con su madre, de la economía familiar. La cabeza y habilidad para los negocios estaban centradas en la denominada posteriormente “ viuda inconsolable”.
Aseguran que ella amaba a su marido con locura y que él solía pasar largas temporadas fuera del hogar. Tras cada regreso ella parecía florecer y trasparentaba su felicidad en todo lo que hacía, de ahí que, cuando la gente la vio vestida de negro y en su rostro la expresión de dolor, el pueblo entero se conmovió de su pesar.
Los más cercanos dicen que se aseguró que todos los detalles del funeral, estuvieran previstos. Ella misma fue hasta el camposanto y eligió el sitio donde reposaría el hombre de su vida. Escogió las flores, las plantas y hasta la tierra, que cubriría su sepultura, una vez terminado el funeral. En vano los hijos intentaron hacerla desistir de su preocupación, ella era fuerte y se irguió por sobre su dolor, continuando con la tarea que se había planteado. Deseaba para el hombre de su vida el mejor y más hermoso funeral.
Uno de sus hijos comentó, que ella misma le avisó personalmente a todos los parientes y amigos del difunto, los que llegaron desde distintos puntos del país, para asistir a la ceremonia fúnebre. Ese día no cabía un alma en la Iglesia del lugar, y ella, rodeada de sus hijos, desconsolada.
Las comadres del lugar, no pudieron dejar de comentar lo bien vestida que estaba la viuda esa mañana, lo entera y serena que se veía. A todas y cada una impresionó su porte y distinción, su elegancia y el que no flaqueara al caminar tras el ataúd de su amado esposo.
La romería de dolientes llegó hasta el camposanto, discursos y sentidas palabras, en estricto orden de importancia, se fueron leyendo, mientras la viuda mantenía sus ojos bajos y cubiertos con gafas oscuras, que le permitían observar con tranquilidad a todos los asistentes y también verificar que todo lo dispuesto por ella, se cumpliera al pie de la letra, tal cual lo había dispuesto.
Aparentemente, cuentan en mi tierra, el sepulturero confundió el lugar exacto donde sería enterrado el difunto, tal vez presionado por el fuerte carácter de la viuda, abrió dos fosas, una al lado de la otra y a su alrededor cientos de macetas con flores multicolores, esperaban ser trasplantadas a la sepultura preparada.
Dicen que en la noche anterior al funeral, ella les dijo a sus hijos:
- Su papá tendrá a su lado la más bella flor. La que era su preferida...
Los hijos la dejaron hacer. Tratando de entender su dolor y su preocupación. Sí ella quería flores, las tendría por cientos, cortadas o en macetas. Y la ceremonia en el camposanto tocó a su fin, en la puerta del lugar, los hijos despidieron a quienes les habían acompañado en tan doloroso trance. Entre tanto la viuda, parada junto a la tumba, le daba indicaciones al panteonero: nada de montículos, no quería piedras por los alrededores, sólo tierra bien apisonada. Todo ordenado y el hombre comenzó a trabajar.
Según sus deseos la dejaron sola, de esa forma ella cumpliría su propósito. Creyeron oportuno interrumpir su ritual, una vez que se fue el último de los asistentes al funeral, pero ella les imploró que la dejaran sola, explicándoles que aún tenía algo más que hacer por su esposo.
En una situación como esa, un hijo no contradice a su madre ni le niega nada, por lo tanto retornaron a casa, prometiendo volver a buscarla a una hora determinada, que naturalmente ella misma fijó.
Una vez sola en el camposanto, la viuda despidió al panteonero, quién insistió en tapar la fosa que aún permanecía abierta, al lado de la del difunto, pero ella lo tranquilizó diciéndole, que enviarían a su jardinero a ayudarla en su tarea y el buen hombre se fue pensando, que el dolor de la viuda era tal, que estaba algo trastornada.
Dicen que la viuda se quedó sin compañía alguna y que caminó por los alrededores, sin que nadie interrumpiera su meditación y que de pronto apareció una mujer vestida de negro, que caminó hasta la tumba recién tapada y florida, portando entres sus manos una rosa roja. Que llorando musitó algunas palabras y que de pronto cayó al vacío de la fosa abierta, como fulminada por el golpe de una pala de jardín.
Cuando los hijos regresaron por la viuda, ésta estaba parada frente a la tumba de su marido, descansando sus manos sobre una pala y disfrutando de su obra. Aquello más parecía un jardín primorosamente diseñado que una tumba y, nadie diría que, tan sólo unas horas atrás había tierra amontonada junto a las dos fosas abiertas.
Con respeto y admiración, los hijos abrazaron a la madre diciéndole:
- Debes haberlo amado mucho, para hacer tú sola todo lo que has hecho.
Ella con lágrimas en los ojos, mirando su obra de arte, les dijo:
- Sí, lo amaba, por ello puse junto a él su más amada flor...
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