Las naranjas pridigiosas
Me recorre siempre un estremecimiento de placer cuando evoco mi primera
experiencia sexual . Tenía entonces 16 años.
Una mujer,me hizo conocer el sexo en la plenitud del placer
auténtico, tierno, osado y desprovisto de vulgaridad. Ella era por
lo menos veinte años mayor que yo y si bien olvidé su nombre,
conservé la imagen de sus ojos castaños, su tez
blanquísima y su porte estatuario. Y el perfume … intenso, dulce,
sensual, francés, como ella.
Ella se hospedaba en la pensión del lago de mis padres.
Yo también estaba de vacaciones y después de las
transnochadas, dormía durante toda la mañana. Por las tardes
ayudaba a mis padres en los trabajos del hotel. Me hice amigo de la
francesa y pasábamos largos ratos conversando. Mi madre, algo
inquieta por nuestra amistad, trataba de darme ocupaciones que me
mantuvieran alejado de ella, pero no podía evitar que, terminado el
trabajo, nos encontráramos en el jardín. Desde allí se
gozaba de la mejor vista del lago. Yo pintaba, empeñado en
aprisionar en el lienzo las luces y los colores del ocaso, fundidos en el
resplandor único de la superficie serena del agua. Disfrutaba de la
presencia de la mujer que leía y de tanto en tanto cerraba el libro
para hablarme con una voz acariciante y melodiosa. Me trataba como a un
igual y comencé a tener la certeza de no serle indiferente, a pesar
de nuestra diferencia de edad.
Cierto amanecer, cuando regresaba de la discoteca, la vi correr por la
escollera. Iba en bikini.
Despojarme de mi ropa y zambullirme tras ella fue todo uno. Probablemente
no era muy hermosa, pero al liberarse del corpiño de la malla,
mientras buceábamos en el agua helada, sus senos me parecieron las
dos naranjas prodigiosas de la ilustración de un cuento de mi
infancia: los frutos mágicos que daban fuerza y extraños
poderes al héroe que los conseguía. Se me escurrían de
las manos siguiendo sus movimientos y ayudados con la complicidad del agua.
Esa madugada nos amamos y madrugamos muchas veces más.
Al finalizar el verano, ella regresó a Lyon. Le prometí que
apenas terminado, le enviaría el cuadro y ella me aseguró que
volvería .
Si bien yo le envié el cuadro, ella, no cumplió su promesa.
Pasaron treinta años desde aquel verano.
Hace una semana el cuadro del lago regresó a mí. Está
en mi estudio. Vino acompañado por la carta de un abogado de Lyon:
era el legado de una señora que no había olvidado mi nombre.
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