El sol de domingo despertaba y arrancaba una gama de colores pálidos al frente de la casa de habitaciones estudiantiles, donde Lenin tenía una en arriendo, con las tres comidas pagas, de lunes a sábado. Roosevelt, su compañero de primer semestre de Ingeniería Civil, llegó corriendo a la casa pues tenían una cita con Ángela, su compañera de clases, para ir a la finca donde desarrollarían las prácticas de una asignatura de la carrera. La dueña de la posada, soñolienta, abrió la puerta.
-Buenos días doña Rosa. Voy por Lenin.
-Siga Roosevelt, siga. Creo que se quedó toda la noche estudiando porque la luz está aún encendida.
-Qué raro. Contestó Roosevelt. Se dirigió a la habitación y dio tres golpes suaves. No hubo respuesta. Otros tres un poco más fuertes. Nada. Miró por la ventana pero aunque adentro había luz, no pudo percibir nada por el grosor de las cortinas. Golpeó la ventana fuertemente varias veces. Se dirigió a la habitación de doña Rosa.
-¡Por favor. Puede abrir la puerta del cuarto de Lenin para despertarlo. Tenemos una práctica y se hace tarde!.
-Ya voy. Respondió la casera. Buscó en el manojo de llaves de las diez habitaciones que tenía en la casa y se apresuró a abrir la puerta para ver si por fin la dejaría tranquila este muchacho y poder seguir disfrutando del sueño toda la mañana, como acostumbraba. Al tratar de abrir la puerta se le cayeron las llaves y Roosevelt las tomó del suelo y le dijo:
-Permítame doña Rosa yo abro.
-Bueno, me las deja sobre la nevera y deje ya de molestar que es domingo. La casera se dirigió a su cuarto. Roosevelt abrió la puerta y al entrar lo primero que vio a la altura de sus ojos fueron los pies de Lenin flotando en el aire. En ese mismo instante recorre la línea vertical de vista hacia el techo y observa con horror la cara de su amigo con los ojos desorbitados y una mueca de dolor y espanto en el rostro. Su cuerpo entero descolgaba de la viga de la habitación. De inmediato un golpe de sangre sacude su corazón que empieza a palpitar velozmente.
-¡Nooo, Lenin!. Grita desesperado. ¡Doña Rosa. Venga por favor llame una ambulancia!.
Días después de la turbulencia del suicidio y del entierro de su compañero, Roosevelt en el cuarto de su casa y mientras espera a Ángela, contempla una foto de él y Lenin en la biblioteca de la universidad. La estrecha contra su pecho y unas lágrimas furtivas se escapan de sus ojos al recordar a su compañero y amigo. Momentos después Roosevelt y Ángela estudian para un parcial.
-Que te pasa. Te noto inquieta. Acotó Roosevelt.
-Hace noches que no puedo dormir. Respondió Ángela. Empiezo a soñar con Lenin, me despierto y no puedo continuar durmiendo.
-Se te nota en la cara el trasnocho y el cansancio. Dijo Roosevelt mirándola al rostro. Ángela tenía los ojos verdes y grandes, expresivos. Sus cejas negras como su cabello le daban cierto aire exótico a su mirada. Acostumbraba, en sus mejores momentos, a sonreír por algún comentario jocoso, con un leve movimiento de la cabeza y un brillo de coquetería infantil en sus ojos, y la sonrisa de dientes perfectos y blancos enmarcados por unos labios carnosos, provocadores, que agradaba sobre manera a quienes estaban a su alrededor. Su corto cabello la hacía ver como una mujer, a la vez de bella y atractiva, interesante e inteligente. De por sí era de las estudiantes más aventajadas del semestre.
-Y que sueñas; si se puede saber, le pregunta Roosevelt.
-Pues no es nada erótico ni sexual. Sueño que vamos subiendo la montaña donde practican parapente. Que los dos saltamos al vacio con el aparato, y a él se le descompone en pleno vuelo. Lo veo caer precipitándose al vacío. Me deshago de mi ala volante y me lanzo hacia él a salvarlo. Abro los brazos. Me sorprendo de que puedo volar, descubro que tengo el control de mis movimientos. Siento una inmensa alegría y libertad. Siento el paso fuerte del viento que enfría mi rostro: le sonrió al mundo. Pienso en el sentimiento de las aves y en vez de salvar a Lenin, me encumbro hacia el cielo haciendo un rizo perfecto, como Salvador Gaviota. En la inmensidad del cielo miro hacia la tierra y aterrada, veo el cuerpo inmóvil de Roosevelt. Ahí es donde me despierto sobresaltada; me invade un sentimiento de culpa y un vacio indescriptible que no me dejan hacer nada más en el día.
Roosevelt la toma en sus brazos, le acaricia el cabello y le dice:
-No temas no tienes por qué sentirte culpable de la muerte de Lenin.
Ella se aparta de él y le responde:
-Tu no entiendes; yo soy la culpable de su muerte, fue por mi culpa que él se…
-Se ahorcó. Si. Dilo, dilo; se ahorcó. Replicó Roosevelt.
Ángela, con lágrimas en los ojos comenzó a contarle a Roosevelt que hace unas semanas Lenin, en los jardines de la universidad, cerca de la cancha de futbol, le había declarado su amor, a la antigua. –
-Tembloroso y pálido, me pidió que fuéramos novios. Dijo Ángela. Casi me muero de la risa. No podía creerlo. Lo sentí tan frágil, tan niño. Le dije que sí por seguirle el juego y le di un beso en los labios. Lo vi gritar de felicidad, se arrodilló, levantó los brazos al cielo y dijo ¡Gracias Dios mío, gracias!. Ángela, no sabes cuánto te quiero. Me dijo. Desde el primer día en la facultad, te miré y me enamoré de ti al instante. Hoy estaba temeroso de que dijeras que no. Si me hubieras dicho que no, no sé que hubiera sido de mi vida. Me declaró. Ya; Lenin; no es para tanto; le contesté. Eso si, te voy a poner unas condiciones; le dije. Las que tú quieras Ángela me respondió. Quiero que sepas que por ti haría y daría todo; hasta mi corazón para un trasplante; me dijo. Le sonreí la ocurrencia. Quiero que esta relación, le dije, se mantenga en secreto. Nada de andar por ahí tomados de la mano ni diciéndole a todo el mundo que somos novios. Cuando esté con mis amigas, por favor no me llames ni me pongas en evidencia. Tampoco me busques en la casa pensión donde vivo. Pero.. porqué Ángela que pasa; me preguntó. Le dije que mi papá era muy drástico. Si se enteraba que tenia novio me cancelaba la ayuda para estudiar en esta ciudad y tendría que estudiar en mi ciudad natal; le respondí. Me dijo que aceptaba esa condición. Luego mirándome a la cara y tomándome las manos, propuso que declaráramos este rinconcito de los jardines como nuestro punto de encuentro. Cuando no estuviéramos en clase, cada uno llegaría por su cuenta y nos encontrábamos allí. De acuerdo le dije y como sellando nuestro pacto nos besamos y nos fuimos a clase. Ángela se quedó en silencio. Roosevelt tan solo la miraba pensativo. Ángela prosiguió:
-Te acuerdas, Roosevelt, del día de mi cumpleaños. Preguntó.
-Por su puesto; fue un día antes de la muerte de Lenin; respondió Roosevelt. Ese día, continuó Ángela, Lenin, en nuestro lugar secreto, me dio una rosa y un poema que él mismo escribió. Volvió a decirme lo mucho que me quería y que estaba haciendo planes para cuando termináramos la carrera. Le dije que no se preocupara que viviéramos el presente, que disfrutáramos nuestros momentos juntos. Me abrazó fuerte y yo sentí como un remordimiento en la conciencia.
-Y eso; preguntó Roosevelt.
-Déjame terminar dijo Ángela. Tal y como lo habíamos pactado, no nos volvimos a ver esa mañana. Por la noche yo estaba en mi cuarto. Tú sabes que comparto el cuarto con Patricia Miranda, la tenista, la que estudia octavo semestre de Derecho.
-Si, la conozco. La que le decimos La Fortachona. Replicó Roosevelt.
-Yo no llamo así, además es mi compañera de cuarto. Bueno, el caso, continuó Ángela, es que yo estaba con Patricia en mi cuarto, cuando de repente abrieron la puerta. Allí estaba Lenin con unas flores y una torta; para mí fue una sorpresa. Para él un shock. Se quedó estupefacto. Dejó lo que traía en la mesita de noche y salió corriendo.
-Y eso. Preguntó Roosevelt.
-Patricia y yo somos pareja y nos estábamos besando. Respondió Ángela. Roosevelt abrió la boca en señal de asombro y desconcierto. Mostrándole la foto de él con Lenin le confesó a Ángela:
-Yo estaba enamorado de Lenin. FIN.
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