DESPUÉS DE LAS DIEZ ( 2 versión )
Mis dedos tamborileaban sobre el volante del auto mientras esperaba que llegara Victoria. Hacía dos meses que la había encontrado por casualidad a la salida del banco donde trabajo. Nos saludamos como dos viejos amigos. Pero ambos sabíamos que en el fondo éramos mucho más que eso. Antes que desapareciera me apresure a pedirle su número de teléfono. Pase una semana terrible, atormentado por el amor, el rencor y los recuerdos. Todos estos años había esperado este momento y de pronto no sabía que hacer. Finalmente la llamé, pero no fue fácil concretar una cita.
El tic tac del reloj me gritaba al oído como pasaba el tiempo. Intente calmar mi ansiedad recordando aquella primera cita.
Estaba sentada a la mesa del bar. Lucía una remera violeta claro y el cabello suelto. Parecía un sueño. Los años han cambiado su cuerpo, no es la sirena de nuestra juventud, pero sigue siendo bella. Cuando me acerque, le tome la mano y se levantó sonriente. Nos abrazamos y nuestros pechos se unieron, exhalo, inspira, inspiro, exhala. El torrente de sangre comenzó a fluir como el cauce de un arroyo desbordado. Su cabello acarició mi rostro y las pestañas cosquillearon a mi oreja. Sólo ella y yo. El tiempo se detuvo por una milésima de segundo. Los dos nos fundimos en uno y volamos hacia el éter convertidos en ave.
La vida siguió su curso y el instante se disolvió. No me arrepiento de nada, si volviera atrás lo haría de nuevo. Desde el principio los dos nos planteamos que no debíamos ir más allá. Yo me sentía más nervioso que la primera vez que le confesé mi amor. Me encontraba en la discordia de reclamarle su abandono o disfrutar de aquel momento único que me brindaba la vida.
—Después de encontrarte tenía que estar tan sólo un momento con vos
—Vos sabes bien por que me fui
—¿ Cuatro años de diferencia fue suficiente para dejar todo? ¿Tan poco aprecio te tenías como para creer que no podías hacerme feliz sólo por que sos mayor?
—Ya no importa, David. Ahora es tarde para dar vuelta atrás. Vos tenés tu familia, yo la mía…
—Y lo único que deseamos en la vida, no pudimos cumplirlo
Las horas pasaron y la noche nos sorprendió aún conversando, no queríamos concluir esa cita. La acompañe a tomar un taxi, nos abrazamos indefinidamente y sin decir más se fue.
Diez días después volví a llamarla, temblando
—Necesito verte
—Yo también — respondió para mi sorpresa.
Esta vez nos juramos entre lágrimas que no volveríamos a vernos. Fue inútil. La llamé varias veces sosteniendo largas conversaciones por teléfono. — Tenemos que encontrarnos, no podemos seguir así.
—No puedo —afirmaba, cortando la comunicación. Sin embargo nuestras almas se llamaban, las pieles se deseaban, la boca estaba sedienta de la otra, los ojos se buscaron y finalmente volvimos al bar de siempre, a mentirnos que era la última vez. Si aquellas mesas hablaran confesarían el temblor de nuestros cuerpos que luchaban por contener aquel amor.
Finalmente alzo la vista y la veo venir. Siempre elegante, con el cabello suelto y anteojos oscuros. El mundo a su alrededor desaparece. Es ella, el pelo flotando al viento, el paso firme, segura de su destino. Sube al auto y saluda. —Cuanto antes nos vallamos, mejor.
Enciendo el motor, suelto un suspiro profundo y nos vamos.
Cuando cerré la puerta y quedé frente a ella, creí estar delante de una diosa. Yo temblaba como un adolescente, mi corazón se sacudía con violencia, temeroso de cometer sacrilegio. Me acerque, ella me esperaba. Le tome el rostro entre las manos, me hundí en el mar de miel de sus ojos y los bese con ternura, seguí bajando por sus mejillas hasta los labios y resbale por la pendiente de su garganta. Las manos hábiles desprendieron mi camisa y analizaron mi torso indefenso. Caímos de rodillas extasiados, mientras las manos recorrían los caminos buscando su destino. Cuando me encontré con el desierto de su piel dorada, creí que moriría. Estábamos allí, otra vez, como tantas lo soñé, como tanto lo desee en noches de amor fingido. La abrace y la bese hasta que pude reconocer aquel cuerpo que fue mío, hundiéndome en las dunas de sus senos, mientras los dedos largos y finos iban saltando por las vértebras de mi espalda. Quise saciar en la vertiente fresca de su boca, la sed que tantos años había acumulado, arrancarme las escamas que las lágrimas forjaran resguardando el amor que tenía para ella. La deje reposar sobre la cama y simplemente la cubrí con mi piel que ardía descontrolada, perdiéndonos en el incendio de nuestro amor. Los cuerpos se plegaron con el mecanismo de un engranaje perfecto, ondulando al compás de nuestra respiración desquiciada. En ese momento descubrí que las yemas de mis dedos tienen memoria, ellas no habían olvidado sus formas ni los recovecos donde se estremecía. Mis labios reconocieron el sabor de los suyos, el que tanto había buscado en aquella otra usurpadora del lugar que siempre fue de ella.
Si acaso la gloria existe, la conocí en ese momento. Subí a la cima máxima y me desbarranque por su ladera, llorando de felicidad. Pude dormirme sobre su pecho mullido que a poco se fue calmando, rodearla con mi brazo mientras mi respiración le hacia cosquillas a sus senos.
Cuando desperté eran las diez. Sentí la orfandad del lecho y el frío del cuarto. Me senté en la cama desolado— ¡Victoria! —de un salto me levante y vestí rápido, poniéndome los zapatos en el pasillo y prendiendo la camisa en el ascensor. Al llegar a la calle choque contra las sombras de la noche. La cita había concluido.
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