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LA GRAN PROVINCIA del TUCUMÁN
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(Acuarela Colonial , en una Merced del antiguo Tucumán)


En los primeros días de nuestra infancia, cuando nuestro abuelo Cirilo aún vivía, lo podíamos ver replegado en su gran sillón de quebracho colorado, mirando impasible al sol naciente que se elevaba por el cordón de la sierra. Su presencia casi mitológica, de anciano Encomendro, daba un acto majestuoso a la Merced.

Había entregado ya a nuestro padre la conducción de la caravana de carretas cuya comitiva iba hacia el Alto Perú, todos los años, y que él mantuvo bajo su rigor una vida entera. Los que para él eran entonces “sus jóvenes” ——Tobías y Zenón, mayordomo y capataz—— quienes doblaban la edad de mi padre, administraba su casa con un celo inigualable, sometiendo a su juicio cualquier circunstancia novedosa. Sólo el indio Hermenegildo, en la continuidad sin límite del espacio serrano que casi había nacido con ellos, manteníase intacto como él, desde aquel tiempo. Su tiempo.

El tiempo de ellos, cuando los viajes familiares se remontaban a Lima y la colorida ciudad de los Virreyes trasuntaba un dejo de Emperadores, ahora lejanos. Como recuerdo simbólico de una vida transcurrida con lentitud (pero que para ambos no había caducado) los veíamos juntos caminar a la par, recorriendo senderos contiguos a la casona, en mañanas heladas y casi sin llevar abrigo.

El Papasito Cirilo era de esas figuras que aparecen en las primeras horas de nuestras vidas, como si hubieran estado esperando nuestra llegada, para despedirse recién del festín de la existencia. Fue un hombre brillante y esplendoroso. Cautivaba a sus amistades como si fuesen un auditorio. Alegraba a sus acompañantes con el encanto de su guitarra, su diálogo ameno, su pose hidalga y su orgullo de casta. Su fascinación dejó celebridad y embeleso.

Pero esta imagen múltiple es la que yo conocí por mentas, por la añoranza de los otros. Pues la mía en la pasividad de mis primeros años de vida, es la del anciano tierno y erguido, juguetón como un niño con nosotros sus nietos, pero también enérgico como todo hidalgo campesino. Ya no pulsaba su guitarra y su vista era casi nula. Sus músculos muy tensos apenas le permitían movilizarse. Su imagen patriarcal y elegante, era más simbólica que real, y tenía cierto acento de estatua.

Mi padre le profesaba una devoción absoluta, y la palabra empeñada de su padre (en alguna cuita lejanísima de su prolongada vida) fue cumplida por él con más minucia que la suya propia.

Esta era ante todo, la ley sagrada que regía entre nosotros como base de vida. Y casi diría como régimen contractual existente en toda nuestra Provincia colonial del Tucumán : “la Palabra dada” que oficiaba de organismo competente, dentro de la dilatada extensión que nos separaba de la Real Audiencia de Charcas, situada en el lejano Alto Perú : ...La palabra empeñada.

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La Gran Provincia del Tucumán tuvo su espíritu de vida, sus anhelos alcanzables a todos y su estilo propio. Vivió en armonía y felicidad con Lima, nuestra capital de este Virreinato del Perú , y estuvo orgullosa de su Virreyes. Sintió una unción reverente por los miembros de la Real Audiencia de Charcas y fue una disciplinada ejecutora de sus decisiones.

Pero fue lentamente creando su propia idiosincrasia, debido a las inmensas distancias. Sin saberlo fue haciéndose independente.... Mientras mantenía un culto afectivo y nostálgico por la alegre Lima de nuestros ancestros.

¡Lima virreinal! ...la cual cada vez más lejana … a medida que el Tucumán se iba autoabasteciendo. Que el Alto Perú se volvía más opulento y regio. Que la Real Audiencia de Charcas crecía. Que Chuquisaca imponía su esplendor aristocrático y universitario. Que Potosí acumulaba riqueza y acuñaba moneda. Que Córdoba del Tucu mán como sede cultural jesuítica con universidad propia, se hacía más importante. Que la industria guaranítica del Paraguay, volvíase más célebre y más operativa. Que el puerto altoperuano de Arica, aumentaba de eficiencia proveyendo de sedas de Manila y embarcando nuestros célebres cueros y sebos del Tucumán, tan importantes en China.

Era como si el indomable Kollansuyo vuelto a su energía anterior a los Incas (pues el Principado Tucman fue antaño tributario del Reino Charca) organizara otra vez su nación independiente. Más antigua, más arcaica que propio el Incario, bajo el amparo cósmico de las salobres aguas del Titicaca.

Prolongación de un imperio milenario, resurrección de un pasado que se remontaba a los orígenes del continente sudamericano, herederos de Tihuanaco… Nosotros, los nuevos hijos del Tucumán, guiados ahora por la luz misionera de estos nuevos Charcas, nos fuimos sintiendo cada vez más autosuficientes, con mayor posibilidad de creación cultural, convenciéndonos día a día de nuestras propias capacidades, bajo la sabia administración de conductores propios. Estábamos demasiados lejos para recibir visitas y emisarios europeos. Debíamos vivir por nuestra cuenta y riesgo.

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Fue condición de toda la gente de nuestra tierra, en esta extensa y próspera Provincia del Tucumán, la de una prolongada vida rayando en la centena, o de lo contrario una vida muy corta. No conocimos la mitad del término. La vida nos llamaba para cumplirla totalmente, o para renunciar a ella antes de malgastarla. Conocimos centenarios y nos despedimos de gente muy joven. Pero todos vivieron en la plenitud, con gran ostentación de fuerza y salud.

Los que nos dejaron de improviso, apenas saludándonos y sin darnos tiempo a salir de la sorpresa. O los ancianos cuyo cuerpo envejecido mantenía una mente clara, un discernimiento lúcido, que parecía disociado a su cuerpo inútil. Fue encantador hablar con ellos por sus deslumbrantes memorias, que nos entregaban en sus relatos (como en un juego de colores) ese pedazo de historia viva, que había desfilado ante sus ojos.

Aquellos que se mantuvieron en el camino siempre fuertes, imponentes y elegantes, remarcaban a su paso, cada uno su estilo. Ya fuese el del gaucho, el del angola o el del encomendero. Además, cada uno lucía con orgullo su atuendo propio. Y en la paz solariega con ese tipo de vida, el devenir augurábales la posibilidad de procrear hijos de temple, como los que esta tierra difícil, agreste y aislada, necesitaba para crecer. Amparados bajo la paciente y amorosa mirada de Inti, el dios sol americano. Su verdadero y único dueño.

Y esa es la síntesis que al evocarlo, encarnaba para nosotros, sus nietos, el Papasito Cirilo, un anciano Encomendero del Tucumán, junto a su asistente indio Hermenegilo, ambos asociados en una acuarela colonial


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Texto agregado el 08-06-2011, y leído por 117 visitantes. (0 votos)


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