Llegué a la isla con la misión habitual: ajusticiar a los prisioneros.
Bajé del trasbordador en la explanada del refugio a las 0800. En minutos recorrí las instalaciones, verifiqué que hubiera lo necesario para mi estancia, luego hice una seña a través del muro vidriado. Mientras el vehículo se alejaba me quedé contemplando, gozoso, la playa y las aves recortándose en lontananza.
Amaba mi trabajo. En un mundo de noventa mil millones de habitantes disfrutaría del privilegio de la soledad durante dos días, hasta cumplir mi cometido.
Luego de instalarme, recostado sobre el sillón de agua mullida, programé dos horas de sueño y cerré los ojos.
Desperté sobresaltado a las 2245. Increíblemente, el despertador había fallado. De un salto, consulté mi terminal y comprobé, alarmado, que no obstante mi tardanza, los expedientes no estaban ingresados. En ellos, la central remitía la información necesaria para juzgar los prisioneros de a dos, por oposición: uno sería condenado; el otro, absuelto. Tratábase de delitos antiguos cometidos seglarmente. Los jueces nada sabíamos de esos individuos previamente, salvo, que pertenecían a esferas inferiores, y aunque el par deambulara por la isla durante el proceso, rara vez se producía contacto visual con ellos. La pena a aplicar era invariable: activación del detonador orgánico del condenado, impuesto a cada humano al nacer.
Volví a consultar cien veces mi terminal. Jamás sucedía esto. ¿Habría ocurrido algún cataclismo? Durante horas procuré comunicarme con alguien, infructuosamente. Muy alterado, consciente de mi aislamiento, recorrí las habitaciones buscando alguna señal que aplacara mi desconcierto. Sin embargo, mi inteligencia y el rancio abolengo familiar de magistrados al que pertenecía, fueron incapaces de aclarar esta extrañeza. Agobiado por ominosos presentimientos, incomunicado y atrapado sin salida, vi trocar el azul nocturno en rojo amanecer.
Acaso el segundo día pueda resumirlo así: Juzgar era un mandato inexcusable, mi fallo afectaría a miles, tal vez millones por analogía. Pero no tenía un solo dato en base a qué hacerlo. Desesperado, pasé toda la jornada pegado al cristal que daba al trozo de playa, con la vista fija como un francotirador esperando ver a su presa. No podía absolver a ambos, aún en estas circunstancias. Por eso, quería al menos verlos, saber quiénes eran, antes de decidir sobre sus vidas...
Anochecía cuando tuve mi recompensa. Al borde de las marismas comenzó a arder una fogata. Vi dos siluetas alrededor de las llamas; parecían hermanadas en un ritual primitivo. Calibré mi visión y luego constaté que se trataba de un hombre y una mujer. ¡Otra sorpresa! La cabellera de ella le cubría la espalda; él, enfrente, miró hacia mí desde allá, y cuando nuestros ojos se cruzaron sentí fuego sobre hielo. Después, todo fue certidumbre.
Mientras me alejaba de la isla, a la mañana siguiente, creí divisar desde lo alto un cuerpo flotando en la bahía. Contrariado, observé lo que parecían largas algas cubriendo su rostro, como cabellos. Pero no hablé, y aunque nunca llegaron los expedientes, tampoco pregunté nada porque ahora sabía adónde me llevaban.
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