Sentados con atardecer en la ventana e ironías tocándonos la mente, Elena se acariciaba las manos mojando sus mejillas y riendo con tristeza. Su voz hablaba pero sus palabras estaban bien lejos de lo real dándole así color al momento. Sus piernas se cruzaban de una manera descuidada pero con la dulzura característica de la virgen mas preciosa del cielo. Su hechizo negro rizado le caía adornando sus lágrimas color cristal y de una vez me tocaba el corazón. Los libros habían desaparecidos reemplazados por paredes vacías con poesía flotando frente a ellas.
Yo agarraba al silencio con miedo de que este me abandonara dejando que la estupidez se apoderara de mi lengua. La miraba atónito y con ciertas ganas de acariciarla, que trataba de disfrazar con un signo de interrogación en mi semblante. Toda expresión desapareció tan pronto vi el color real de sus ojos. Desde entonces una inexplicable brisa fría y caliente arropó mi cuerpo y disfruté el estar a su lado. Aquella hermosa joven quien había sido portadora de mi odio por tanto tiempo, ahora era alguien a quien quería escuchar. Cada intento de oración que caía al aire lo atrapé y lo guardé con gran celo llevándolo a su nivel mas puro al verlos como sentimientos.
Desde entonces Elena dejó de ser alguien para convertirse en todo. Me llevé sus lágrimas, las hice texto, las leí una a una y las ayudé a secar. Esa noche se impregnó en mi historia y me tocó las entrañas definiendo así el crecimiento de una nueva era: la era de la Diosa conmigo, y yo siendo nadie.