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Afuera se escuchó una fuerte frenada de auto, seguro era él. Mónica ni bien lo escuchó se fue corriendo a su pieza, tenía tanto miedo que dejó lo que estaba haciendo y se fue. Estaba preparando la mesa justamente para cuando llegue su padre, pero se asustó y no aguantó la idea de salir corriendo. Lautaro se quedó inmóvil con el control remoto en la mano, temblándole un poco por el miedo, o por la posición incómoda. Amalia preparaba la comida en la cocina, y cuando supo que su esposo llegaba dejó caer un plato al piso, que reventó haciendo un ruido que hizo que a Lautaro se le caiga el control, haciendo a su vez más ruido. Y Mónica, que escuchaba todo desde su pieza, sin distorsión y acaso con cierta amplificación por esas raras anomalías acústicas, imaginaba disparates o no tanto, porque conocía bien a su padre; pensaba que había entrado otra vez borracho y que se había enojado porque no estaba la comida hecha, y le molestaba que su hijo esté siempre tirado en el sillón, y entonces agarró de los pelos a su mujer, y la tiró al piso mientras rompía platos y quien sabe que cosas más, entonces Lautaro, en un intento de ser héroe se hubiera interpuesto entre Carlos y Amalia, y hubiera recibido parte de la paliza…Pero esto sólo lo pensaba. Lo hacía para que la realidad no la sorprendiese. Por eso siempre trataba de imaginarse lo peor.
La puerta se abrió de par en par, violentamente, y entró un tipo fornido, uno de esos físicos de ex atletas que se vinieron a menos, el bigote entrecano que tenía encima de su labio superior resaltaba el aspecto sombrío y tosco de su cara. Entró con paso firme y enojado, ni siquiera miró a Lautaro, fue derecho a la cabecera de la mesa, corrió de mal modo la silla y se sentó.
- ¡Amalia!, ¿Por qué no está la comida todavía?- dijo gritando de una manera descarada- Sabés que vengo de laburar cansadísimo y quiero comer y acostarme nomás. Dale, apurate.
- Perdón Carlos, todavía no se cocinó el estofado- Amalia tenía la voz temblorosa
- Pero ¿Cómo puede ser?, es lo único que tenés que hacer, lo único. Si sos tan inútil de última decile a la pendeja o al pendejo que te ayuden, carajo.
Se quedó sentado en la mesa con la cara seria. Y Amalia en la cocina se preocupaba porque todo saliera bien y su marido esté conforme, se sentía mal por no haber podido terminar a tiempo, y que él pueda descansar tranquilo. Ella creía que Carlos no era malo, sino que estaba siempre bajo mucha presión, por el trabajo, la plata, la gente en la calle, por todo eso. Y aunque la tratase mal, en el fondo, ella creía, o quería creer, que la quería. Hay personas que canalizan distinto las presiones, y es por eso que él tiende a ser como es. Esto pensaba ella cuando lo vio parado en la puerta mirándola con gesto de reprobación.
-¿Qué te dije?, apurate, vengo y te encuentro ahí parada…no me importa qué haces la verdad, quiero que te apures nomás- enojado y gritando fue como se expresó.
Amalia agachó la cabeza y se concentró en su trabajo. Se esforzaba por apurarse, pero tampoco podía sacar antes la comida, porque si llegaba a estar crudo él se enojaría peor, y todo iba a terminar como en la imaginación de Mónica.
En su cama boca arriba miraba el techo y los ojos se le iban humedeciendo poco a poco, porque cada vez era peor la escena que se repetía en su cabeza, ya pronto volverían las ideas de asesinatos, las muertes, la sangre, el escándalo mayor, etc. Qué triste la ponían estos días. Y se repetían tan seguido, ya no se acordaba la última vez que vio a Carlos feliz (ella le decía Carlos o Bestia, no papá). Siempre era lo mismo, gritos por cualquier cosa, insultos, denigraciones, malos tratos. Ya iba a conseguir algún trabajo y se iba a ir. Y también faltaba poco para ser mayor de edad, un par de años nada más, y listo. Con estos últimos pensamientos se sintió con más fuerzas, se dijo que bajaría, y que lo miraría directo a los ojos sin bajar la cabeza ni una sola vez, dijese lo que dijese. Así de animada se levantó. Salió, bajó la escalera, y cuando lo vio todo el cuerpo se le estremeció, era tan dura su expresión. No pudo hacer otra cosa que sentarse sin decir nada.
Y Lautaro en el sillón, empezando a levantarse, con dudas de si ir hacia allá o no. ¿Valía realmente la pena?, por qué mejor no se le plantaba, le podía decir bien las cosas. Podía empezar haciéndole notar que para todos ellos, él (Carlos) era un borracho asqueroso, sin corazón, y que lo único que le importaba era la plata, y nada más. Por eso nunca la iba a tener. Porque esa ambición estúpida lo perdía, y un imbécil con una ambición, nunca termina bien. Si para él era tanto el problema de tener una familia, podía simplemente irse. Quién le iba a decir algo, ni la esposa ya lo soportaba. Aunque ella era otra cosa, una aficionada a la auto mentira. Una virtuosa para engañarse ella misma “Dale, anda a comprarle las cervezas a tu papá que está cansado”, para Lautaro esa frase era sufrir, era recaer en las peticiones de la bestia alcohólica e ignorante que tenía en frente. Y para colmo no se lo decía de frente la mandaba a su mamá para pedírselo, sabía bien que no se lo iba a negar. Era tan buena, tan buenuda. Pero dolía decirle así, seguro se daba cuenta. Era imposible que no se de cuenta, algo más tenía que haber en ella para negar de manera tan insana la realidad. Pero eso se le escapaba a él. Esas cavilaciones lo ocuparon hasta llegar a la mesa, una vez que sintió la mirada de la bestia su ansiedad subió de una manera horrible, se sintió mal, asustado, agachó la cabeza y se sentó. Ni siquiera a Mónica miró. Aunque a ella no la miró porque le pareció que estaba llorando, y si la veía llorar no iba a saber como controlarse. Necesariamente iba a tener que hacer algo, por eso no la miraba. ¿Era eso? ¿O era que si la miraba iba a tener que hacer algo porque después la culpa de no haber hecho nada una vez más no lo iba a dejar dormir? Hace rato que no había lugar para héroes en esa casa, la ultima vez que quiso ser uno, le pegaron tanto que ahora capaz no se acuerda donde queda la casa.
Cualquiera hubiera notado la fuerza que hacía para no llorar, pobrecita, pestañaba seguido, y se llevaba su mano a la cara más seguido aún. Pero las lágrimas no se las ocultaba a la bestia, se las ocultaba al hermano. Tenía tanto miedo de que quisiera hacer alguna locura, y termine amoratado como la otra vez. No sabía si iba a poder con la culpa en esta ocasión. Esa noche fue larguísima, y cuantos golpes. Duraron mucho tiempo, ella recibió su parte, y la madre también. Todavía no podía entender por qué pedía perdón su mamá, fue tan raro. Pasaron ya unos cuantos meses de ese día, pero todo estaba clarísimo, era querer acordárselo y volver a vivirlo. En el colegio y con vergüenza mintiéndole a todos, que se cayó, que esto, que lo otro. “Pero, mamá, si les digo a los profesores capaz hacen algo, no podemos seguir viviendo así”. Negaciones, excusas sin sentido, pedidos de entendimiento para con la bestia. Y así marchaba todo, cuantos días más seguirían así, por culpa de ese tipo...¿y la madre?,¿ella contribuía?, ¿no era cómplice de esa mala vida? No, no, ella no tenía la culpa de nada, era muy buena nomás. Ella también sufría, la había escuchado llorar. Está bien, es difícil decir con esa vida decir por qué razón uno llora, pero también era fácil saber que la bestia algo tenía de culpa en esas lágrimas. Si en todo lo malo él se extendía, en todo lo malo él vivía, y ya es tarde para cambiar de parecer. El odio no se lo ganó de un día para otro.
Puso despacio la comida en la mesa, tenía lindo aspecto, y una sonrisa se dibujó debajo de ese bigote. Aunque esta sonrisa nada tenía de linda, no era una sonrisa, mejor dicho era una mueca, acaso un estiramiento desagradable de la cara. Algo que dejaba ver esos dientes amarillos, receptores de tabaco y alcohol. Comía desesperado, no hablaba, no hacía más que comer y tomar. Un espectáculo tan odioso, tan esa persona. Amalia volvió a la cocina, y su cara reflejaba vaya a saber uno que idea de su cabeza. Estaba, podía decirse, feliz, sonreía, ¿Alivio?. Sea lo sea, seguía en la cocina, con lo que quedaba de la comida, no iba a la mesa. Carlos gritó que quería más. Amalia se desesperó por evitar que pasase un segundo sin comida. Y los gemelos evitaban todo lo que podían mirarse y mirarlo, pero escuchaban los ruidos de su boca, era una especie de máquina engullidora de alimentos, era desmesurado el ruido en esa casa silenciosa. Y tomaba y comía, y tomaba y comía más. Y la cabeza de Lautaro daba vueltas de la angustia que le producía ser tan cobarde y no poder animarse… ¿animarse a qué? A nada, si todo era en vano, y tan joven, sin sentido sería hacer cualquier cosa. Mejor ser tranquilo, en este caso eso significaba no escuchar, hacer caso omiso a esa bestia. Si al fin y al cabo era por el bien de Mónica y Amalia, siempre todo desembocaba en peores cosas que las de ahora. Era mejor dejar todo como estaba, que la bestia calme sus ansias y ellos pasen desapercibidos y esconderse, o tratar de hacerlo, ser invisibles. ¿Hasta tal punto? Cuanta cobardía, o cuanta mesura, pero era la mesura lo que se debía tener, no había que dejar que el ciclo destructivo empiece. Pero siempre lo mismo, si no es hoy, va a empezar mañana, o pasado. ¿Es válido ese retraso? Tiene que serlo, hay que creerlo, nada bueno saldría de adelantar ese momento inevitable. “el futuro proveerá” se dijo Lautaro de una forma tan incrédula que lo hizo sonreir a pesar de su bronca.
Mónica en su angustia interna, empezaba a sollozar con notorio ruido a lo que Carlos no hizo caso omiso. La miró, serio y con el bigote lleno de cerveza. Mónica sintió el peso de la mirada en todo su cuerpo. Se levantó de repente, no pudo con todo eso, simplemente no lo soportó (Carlos la miraba sorprendido), y salió corriendo a su cuarto. Amalia que vio todo desde la puerta de la cocina, estaba con la boca abierta, y el miedo se leía en sus ojos. Lautaro fuera del tiempo, pensaba qué hacer, cómo reaccionar a la reacción que vendría, tenso, confundido, y hasta un leve sentimiento de reproche hacia su hermana por no poder soportar, y hacia él por culparla, lo atormentaba. El silencio que siguió a la escena era espeso, un habitante más en esa casa. Cada integrante fue cómplice por unos cuantos minutos de ese silencio. Lautaro y Amalia en especial, porque sabían lo que vendría cuando esa tela se rompiera de algún modo. Esa era ahora su única y pobre protección: un silencio que hacía temblar el presente.



“¿Por qué? ¿Por qué tuve que hacer eso?”. No sabía que hacer ahora, esperar, irse. Sí, tenía que irse y pedir ayuda. Eran las 21hs, los vecinos estarían comiendo ahora, ellos tenían que ayudar. Estaba abriendo la ventana y ya tenía una pierna por fuera, cuando escuchó el silencio que reinaba. “Imposible ¿qué pasará?”. Lejos de tranquilizarla ese silencio la altero al punto tal de casi tirarse por la ventana en busca de ayuda. Pero recapacitó, pudo controlarse e irse hasta la puerta y escuchar qué pasaba, si es que algo pasaba. Pegó el oído a la superficie de la puerta. Nada. Toda ella se estremecía, las cosas a su alrededor dejaban de ser sus cosas, eran objetos portadores de desgracias y, ella un cuervo, pájaro de mal agüero. Que desde el cielo de su segundo piso miraba inmóvil la desgracia que causó su impertinencia. Y ahora se lamentaba como todos los desgraciados hartos de culpa. “Voy a bajar”. Abrió la puerta y todo estaba tan silencioso. Y ella con esos nervios que el más mínimo ruido la harían gritar. Al baño de arriba fue primero y, no encontró a nadie. Después fue a la pieza de Lautaro, pero tampoco había nadie. Pero de esa pieza que estaba pegada a la de sus padres escucho un murmullo. Alguien lloraba en la otra pieza, mientras que Mónica lloraba en esta. Se quedó helada, no sabía que hacer, de nuevo. Sacó fuerzas de la misma nada, y se dirigió casi corriendo, sin pensar, sintiendo en el corazón una angustia tan fuerte, que se reflejaba en su cara adolescente, pero con arrugas de los que lloran demasiado, y casi no sonríen. Intentó abrir la puerta, pero estaba cerrada. Adentro algo se movió, fue al mismo tiempo en que quiso abrir la puerta. “¿Mamá?”, preguntó Mónica con un grito sollozante. “¡Mamá!”, gritaba Mónica mientras golpeaba la puerta y pedía que le abra, adentro el llanto se hizo más fuerte con cada golpe. ¿Por qué no responde?, ¿Estará muy lastimada? ¿Qué pasó? Siguió golpeando y gritando hasta el hartazgo, pero no había respuesta. Mónica cansada se dejó caer de espaldas contra la puerta mientras lloraba sin consuelo. Y de repente se acordó de Lautaro, y ella era de nuevo el cuervo, y todo a su alrededor era débil y perdía realidad. Se levantó. ¿Acaso iba a cometer alguna locura? No sabía que hacía, no era dueña de sí. Estaba impulsada por el más puro de los rencores, hasta sus lágrimas cesaron. Bajó corriendo las escaleras, fue corriendo a la cocina y, agarró el cuchillo más grande que encontró. Todo muy rápido, todo muy irreal dentro de lo real. Una mentira que iba tomando forma de pesadilla, en un sueño larguísimo y sin fin. Pero si era un sueño, no habría consecuencias. Pero no era un sueño. Era tan real como la sangre de Mónica que caía de su mano por agarrar el cuchillo por el filo, culpa de su locura momentánea. Vio caer la sangre, una gota tras otra. Fue en ese momento, en el que pensó (siempre en frenesí) en el sótano. Era ahí donde estarían. Se fue para allá a gran velocidad. Y todo era furia y rencor. Abrió la puerta, pero nada se veía con la luz apagada. Empezó a bajar las escaleras (no se acordó de prender la luz). Trastabilló unos pocos pasos antes de llegar al suelo. Se cayó. Y desde el piso, pudo ver, gracias a la luz de la luna llena que entraba por el ventiluz, a dos personas golpeándose duramente. Pero Mónica no los podía distinguir, porque las sombras se confundían. Y ella estaba atontada por el golpe. Y gritó fuertísimo, corrió con todas sus fuerzas e hincó el cuchillo sobre algo blando, que ni siquiera opuso resistencia. Todo, en ese momento, fue nada, y nada todo. Una fusión de lo inmaterial con lo material, una sola masa de incoherencia y, un solo grito ahogado se destacó de esa nueva realidad que envolvía a Mónica. Y ella sin comprender nada seguía empuñando y retorciendo el cuchillo, hasta que algo o alguien la separó brutalmente y la derribo al piso.


Sin formas, sin sonrisas, son tus ojos los que visten la furia. Duros como el rayo, pero protectores del crepúsculo matinal. Concepciones de adolescente en tu efervescencia juvenil y traidora. Sumatorias de momentos que convergen en la desgracia que hoy te visita. Cuervo mal agüero, con sonrisa de princesa y mente y alma de criatura hermosa. Hoy te quemás con el fuego de la desgracia que a otro debería hacer presa, e injustamente te exige a su lado. Depuración acaso de un futuro que a fuerza de infamias busca tu liberación, o castigo divino por un pasado siniestro. ¡Pero es tu alma tan pura! No merecés ser objeto de esos azares pretenciosos y dolorosos ¿Tiempo después sabrás perdonar? ¡Cuantas lágrimas te faltan aún derramar! Ahora no lo vas a entender, tan joven, tan pura, tan maldita. Mezcla inconclusa de absolutos imposibles, criatura única y desgraciada, te va a faltar corazón para sufrir tus pesares. Ya empieza la metamorfosis de tu alma, ya se oscurece, ya se tiñe de sangre ajena, ya se funde en la maldad. Con buenas intenciones, sin buenas intenciones, no importa. Con consecuencias. Y nunca más vas a ser la misma…


Era un descampado muy oscuro el que sobrevolaba, pero el ave maldita tenía habituado sus ojos a la oscuridad. Podía ver como en el día. Dio una vuelta y, otra, otra, otra. Hasta que en un número determinado de vueltas algo apareció en el centro de su trayectoria. Algo que salía de la tierra. Era una mano, una garra, iba rajando el suelo para dar paso a un antebrazo grotesco y humanoide. El ser siguió saliendo de las entrañas de la nada y, se dejó ver entero luego de unos segundos. El ave maldita había cesado su vuelo para ver crecer el germen de la maldad, lo veía desde la rama de un árbol torcido y oscuro. El inverosímil ser perdía su forma y la recobraba en cada paso, era humo negro y luego volvía a ser materia sólida. La cara se distinguía con mucha dificultad. Su rasgo más notorio eran sus alas de humo y carne. Eran inmensas. Se cubrió con ellas. Trastabilló. Quedó un segundo en el suelo y se levantó, con sus ojos fijos en el ave maldita. Ahora sus ojos eran rojos. Se miraron mucho tiempo, se estudiaron. Eran ellos dos simplemente. Dos malditos. La bestia informe gruñó y se abalanzó en forma de humo y, apareció frente al cuervo. El ave aleteó desesperada, quiso huir en vano pero no lo logró. Sentía gruñir al ser humeante tan cerca como nunca antes. El ser mordió la cabeza del ave, ésta sumida en el pánico aleteaba desesperada por escapar. Sufría ahora a causa de las monstruosas y elásticas fauces de su asesino. Todo esto ocurría cuando fue conciente…en ese momento lo supo. Cesó su intento de escape, se dejó engullir. Calmó su ser. El humanoide tembló de manera enfermiza. Miró desorientado hacia todos lados y extendía sus alas y sus manos en busca de ayuda. Ese acto no fue correspondido, nadie más había. Intento volar y no pudo, golpeó duramente su cuerpo contra el suelo. Humo, carne, nada. Carne, humo, nada…nada. La nada latía en él, vibraba, desaparecía. Quiso volver a las entrañas de la tierra y no pudo. Se deshizo totalmente, una nube de humo dorado sólo quedó. El cuervo con las alas totalmente desplegadas reapareció cubierto enteramente de polvo dorado. Poco a poco fue cerrando sus extremidades en torno a su cuerpo. Se fue achicando. Fue introduciéndose en la tierra. Y de la tierra en ese mismo lugar creció una flor que contrastaba con todo el lugar gracias a sus vivos colores…Luego se marchito y murió en ese triste lugar.

Amalia nunca se va a olvidar de ese día. Tampoco se olvidaría de los días que iban a seguirle. Siempre la perseguiría ese recuerdo, esa memoria del dolor que acabó con su vida no física.
Mónica fue declarada inimputable por su situación mental. Fue internada en un psiquiátrico. Un triste lugar de paredes blancas.
La Bestia desapareció. Nunca más nadie supo de su paradero. Se barajaron rumores de en donde podía estar pero simplemente eso…rumores. Nunca lo pudo comprobar nadie. Mezcla justa de indiferencia de las autoridades y eficacia para esconderse.
Al entierro de Lautaro simplemente fueron Amalia, un par de amigos, y unos tristes familiares que sólo fueron para cumplir. Ese día llovió como en pocas oportunidades. Era el mismo cielo dándole la razón a Lautaro, en esa familia ya no había lugar para héroes.

Texto agregado el 02-06-2011, y leído por 81 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
02-06-2011 una familia cualquiera, reflejo de la realidad..... exelente, destacado muy bueno.... joshuka
 
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