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Cuatro horas con veinticinco minutos y trece segundos. Estaba a instantes de llegar a mi destino y en verdad no tenía intención alguna de bajar del bus. Desde un principio nunca quise subir, pero tuve que hacerlo. Se trataba de esa asfixiante sensación de que no existía otro paso por dar. De que el futuro no llegaría sino iba por este camino, sin desviarme.

Tampoco tenía intenciones de vivir en un eterno presente, cómodamente, jugando con lo original de mis ideas, que no son más que un collage de miles de otras ideas originales en su tiempo, moldeadas de tal forma para sentirnos únicos. Me tomé las molestias de incluiros en la última parte, porque considero que la nebulosa en la que vives tú, yo y cualquier mortal, no termina sino hasta la muerte.

Como habrán leído soy un tipo denso y esquivo al relatar. Aún cuando esta historia empezó siendo un viaje, no os digo de dónde vengo ni hacia dónde voy. Llovía afuera en la carretera y ya era prácticamente de noche.

Perdí el habla en un trance por la tristeza en el motivo de este éxodo, de seguir con la mirada el recorrido suicida de las gotas en la ventana hasta estrellarse al final del cristal y perdiendo así su condición de gota.

A ratos luces en la dirección contraria reventaban dando mayor dinamismo a este estado, en el que todo parecía valer nada y, sin embargo, resultaba necesario descubrirlo.

Si no les menciono el donde estoy, es porque no tengo puta idea de donde estoy. Algún lugar entre la séptima y octava región de Chile, para saciar su curiosidad.



-¿Usté’ es de má’ al sure?- preguntó mi acompañante regresándome de forma vertiginosa a la realidad.
-Sí, de Concepción.
-¡Aah! Pa’ allá hace mucho frío y llueve má’ que acá.
-Sí, tiene razón. El microclima.
-¡Eso, eso! Yo soy de Miraflores. Ahí llueve cuando tiene que llover noma’.


Me sacó una sonrisa. Se trataba de un tipo de 60 primaveras, pelo cano, dientes amarillentos y no derechos. Pedro era de una alegría y transparencia admirables. En fin, una maravilla de ser humano. Me contaba de su vida como si lo estuviera haciendo con cualquier amigo.

A ratos se desesperaba cuando había un largo silencio, por lo que empecé también a hacerle preguntas de cómo es vivir en Miraflores. Ahora la sonrisa se la saqué yo y a continuación comenzó a desparramar su basta sabiduría de herraduras, del cómo domar a los equinos salvajes. De los viajes a Argentina en montura. De las briscas en la cordillera con el “grupete” de amigos, su buen trago de vino con harina tostada y un fuego para entibiar el gastado espíritu. De la crianza de gallinas. De cómo hacer queso. De sembrar y cosechar trigo.


Todo habría seguido un ritmo acogedor, pero luego de recibir un mensaje de Daniela, mi prima, que preguntaba dónde iba en el viaje y me puso al tanto de la salud de los viejos, un panorama para nada esperanzador.

Volví al trance, mientras la boca del granjero no dejaba de relatar las maravillas del trabajo de la tierra. Dando las invitaciones correspondientes para cuando quisiera tener una vuelta por esos lados.


Comenzó a desagradarme la idea de que ese viejo creyera tener la razón de todo. Que su mirada era la única importante en la vida. Antes de seguir escuchándolo, decidí pasar al baño a respirar y estirar las piernas. Sorpresa fue notar que una bolsa al lado de mi pie derecho se movía.

-¡Cresta! –dije a tiempo que del bulto vi dos ojos saltones que advertían cualquiera de mis latidos. La cabeza daba movimientos entrecortados y comenzó a salir un olor a mierda de ave.


-Tranquilo, tranquilo “rotito” –decía Pedro al gallo, al mismo tiempo que golpeaba su cabeza suavemente.



Una vez en el baño traté de llamar de regreso y saber cómo estaba todo allá. Pero la mala señal en el trayecto sumado al mal tiempo lo hizo imposible. Sin nada mejor que hacer, vomité lo poco y nada que había comido.

Envié un mensaje y espere en vano, sumergido nuevamente en la incertidumbre. De regreso a mi asiento continué con las preguntas para distraerme de todo.

Don Pedro parecía comprender que con cada frase que me daba, sanaba algo en mi interior. Así llegamos a la historia con su mujer. Sus cuatro hijas y el único varón que mantendría el apellido de la familia intacto. De cómo esto lo rescató del charco de porquería en el que nadó por mucho tiempo.


-Miraflores- mencionó el auxiliar del bus y el mundo volvió a sus colores apagados y sabores agridulces.


“Chao” dijo don Pedro, luego de una larga charla en la que me sentí un experto en la crianza de caballos y de gallinas. Además de que la invitación a su universo sería una buena forma de terminar mi vida.
Se paró con su “rotito”, que aún miraba mi pierna como si se tratara de su alimento con esos ojos histéricos e hiperactivos de las aves de corral. Me extendió su mano, que aferré con ambas dejándole mis mejores deseos para cuando llegase a su destino sin sobresaltos.


Nunca más volvería a verlo, eso es seguro. Por dos segundos tuve deseos de bajar con él. Sería un buen escape, un vuelco en la historia para aquellos que leen estos pliegos. Lo agradecerían como un desenlace fortuito del capítulo y lleno de intriga para seguir con la lectura y conocer más de las desventuras de quien relata, en un mundo nuevo por descifrar. Quien sabe, si terminaría siendo una historia de amor, comedia o drama, o una simple anécdota para contarle a mis hijos y a los hijos de mis hijos, si algún día me animo a tener.


Pero fue un simple adiós, en algún lugar de la séptima u octava región del país. El primer “adiós” de muchos en este viaje.

Texto agregado el 31-05-2011, y leído por 130 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
16-09-2011 Me parece increíble que nadie te lea, se ve el nivel por acá...yo valoro lo que haces y como lo haces, tienes talento, eres valiente, no le tienes miedo a las palabras y eso es de mucho valor en literatura. ***** mepm
 
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