Cada vez que el reloj daba las seis de la tarde, invadía mi mente una desazón. En ese instante mi cerebro empezaba generar un video con imágenes que se repetían y pasaban como un carrusel. Imaginaba las secretarias jóvenes y bonitas de la empresa donde laboraba mi esposo, sonriéndoles coquetamente. Él complacido, les correspondía sus miradas y escarceos. Las veía en mi mente, abrazándolo, besándolo; a él todo despeinado y desabrochado, pero con un gesto en su rostro que denotaba lo mucho que lo disfrutaba. Inmediatamente me llenaba de furia e imaginaba que en ese momento yo aparecía por la oficina de mi esposo, elegantemente vestida, como toda una diva. Él al darse cuenta de mi presencia, se arrodillaba, suplicaba y me pedía perdón. Yo le contestaba que no, a la vez que daba media vuelta alejándome de su oficina. Me imaginaba que corría tras de mí alcanzándome en el ascensor. Me tomaba en sus brazos y hacíamos el amor desenfrenadamente. Imaginaba que me decía lo mucho que me quería y que sin mí no podría seguir viviendo, que ninguna mujer se comparaba conmigo: me sentía como una diosa. Morían mis imaginaciones al sonido de la cerradura de la puerta y aparecía mi esposo de 65 años, con una sonrisa radiante y una bolsa de pan en sus manos.