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Ponga un técnico en su vida




—Pero a ver, señora ¿Esto quién se lo ha hecho? —pronunció Antonio revisando el cableado que recorría la fachada de la casa. Al hablar, las palabras se escurrían de su boca esquivando un pitillo aún sin encender y un ligero temblor acompañaba al cigarro en cada sílaba, como si fuese una batuta.
—Francesc, mi marido. Se empeñó en que podía arreglarlo y ya ve…
Montse estaba situada junto a Antonio, con los brazos en jarra, mirando con desaprobación hacia el terrado de la casa.
—El problema empezó con la tele —continuó —. De repente un día se desintonizaron todos los canales y, como justo esa noche había tormenta, pensábamos que era un problema de la zona. Hablamos con los vecinos pero a ellos la tele les iba bien, así que Francesc dijo que sólo era cuestión de volver a sintonizar los canales, pero no hubo manera; luego que si la tele era una mierda y que ya era hora de comprarnos una plana. Al día siguiente ya teníamos la dichosa tele, pero los canales seguían sin aparecer. Luego vino que si era culpa de la antena, más tarde que si era culpa del cable… y así llevamos más de una semana.
Antonio no dijo nada, se limitó a sacarse el cigarro de la boca y, seguidamente, escupió hacia el parterre. La mirada de Montse siguió la trayectoria del escupitajo, que fue a dar contra la aterciopelada piel de las petunias que había plantado Francesc el verano anterior. Pero no lo hizo con reprobación, sino que más bien por inercia, ya que su mente permanecía completamente ajena a los dudosos modales el técnico. Pensaba en la noche de la tormenta.
Justo en el momento en que se desintonizaron los canales, ella y Francesc estaban acabando de cenar. Lo hacían mientras miraban una película que emitían por la tele. A penas les interesaba la trama (amable comedia romántica en que la típica pareja protagonista, tras sufrir diversos abatares, acaban felizmente juntos), pero acordaron que aquél era el programa más decente que emitían a aquellas horas, un domingo por la noche y el resumen de la jornada futbolística en casi todos los canales (ambos detestaban el fútbol). Como alternativa, un aburridísimo documental sobre el declive del imperio etrusco. Aunque en verdad, más que mirar la tele, miraban a través de ella. O puede que lo que hicieran fuera refugiase en la frialdad de su pantalla.
Durante la escena final (trillada reconciliación con regusto folletinesco), la imagen se desvaneció de pronto. Ambos se miraron con cierta sorpresa, y en seguida volvieron a clavar su mirada en el pequeño electrodoméstico. Daba la sensación de que el televisor se hubiera apiadado de la pareja protagonista, como advirtiéndoles que era mentira aquel último beso, que después de aquello vendrían las disputas y los enfados, y poco después, ya ni siquiera eso. Quizá una velada en silencio, observando, a través de una pantalla, que eran otros los de las primeras citas, los de los primeros besos, los de las primeras riñas.
El estruendo de un trueno les dio la respuesta que buscaban: la tele se había estropeado a causa de la tormenta.

—Cuando usted quiera, me pongo al tajo.
La mirada de Montse abandonó el parterre, y con él los días que siguieron a aquella noche: la extrañeza, de pronto, de la salita de estar, de su silencio, del sofá encarado a un mueble huérfano e inútil; el sonido de su propia voz, su resonancia, el anhelo de aquel murmullo que era capaz de ahogar unas palabras ya agotadas y qué tal te ha ido el trabajo, me encontré a tu hermana en la plaza, qué te apetece comer mañana, uff, menudo frío hace hoy… Y sobretodo, la mirada de su marido, por primera vez desconocida ahora que tenían que volver a mirarse directamente a los ojos desprovistos ya del cobijo del televisor.
Antonio dio media vuelta y se encaminó a una furgoneta algo destartalada que aguardaba a la entrada de la casa. Volvió cargando una caja de herramientas y una disposición en los ojos y en el modo de caminar que sorprendió gratamente a Montse. Esta noche ya estará arreglada, pensó ella y, tras disculparse porque tenía una cazuela en el fuego, abandonó a Antonio en sus quehaceres.
A las dos horas, la comida estaba lista. Montse estaba preparando la mesa y dudaba en poner un tercer cubierto. Se acercó a la ventana a ver si divisaba a Antonio, pero lo único que vio fue la desvencijada furgoneta, testigo de que Antonio todavía no se había marchado. Quizá había traído un bocadillo, pensó Montse, y lo imaginó como un niño desenvolviendo el papel de plata a la hora del recreo; o tal vez llevaba consigo una fiambrera con un apetitoso guiso que había cocinado su mujer la noche anterior (y, sin saber por qué, la imaginó con un bonito delantal que había visto en el mercadillo, y que no se había atrevido a comprar porque era demasiado caro); o puede que tuviera pensado marchar a su casa a comer (ahora lo imaginaba solo en la soledad de una cocina, su mujer había muerto en un accidente y no habían podido tener hijos, o tal vez habían tenido una niña, de bonitos bucles castaños, que había muerto junto a la madre al precipitarse por una cuneta).
El sonido de unas llaves abriendo la puerta principal sacó a Montse de su ensimismamiento. Era Francesc que volvía del trabajo.
—Veo que todavía no ha acabado —dijo dirigiendo la vista a la ventana desde la que se veía la furgoneta.
—No, y no sé que planes tiene para comer…
Francesc la miró un tanto receloso, y movió los hombros en un gesto que expresaba una total indiferencia respecto a lo que fuera a hacer el técnico.
—Vengo hambriento —ofreció como toda respuesta él.
Mientras Montse se encaminaba hacia la cocina, Francesc se desprendió de la americana y se sentó presidiendo la mesa. En un acto reflejo, tomó el mando del televisor, aunque al instante se dio cuenta de que todavía no funcionaba. Ese pensamiento provocó que irguiera la espalda y que la postura de su cuerpo adquiriera una nueva rigidez. A los pocos minutos, Montse estaba frente a él, ambos con el plato lleno, incapaces de probar bocado porque un indigesto silencio se había instalado en sus gargantas. Permanecían con la mirada perdida (ella, en el jarrón de porcelana china que le había regalado su cuñada el día de su boda; él, en un clavo de la pared que aguardaba paciente que alguien le repusiera el cuadro cuyo vidrio se había roto las Navidades del noventa y ocho).
—Si quieres preguntarle qué piensa hacer para comer… —se atrevió al fin a pronunciar Francesc.
No había acabado la frase, y ya Montse se levantaba encaminándose hacia la terraza. Francesc no apartó en ningún momento la mirada de la puerta y, en el momento que apareció su mujer acompañada por el técnico, respiró aliviado.
—La verdad es que no hacía falta… —dijo Antonio mientras se sentaba a la mesa —Son ustedes muy amables.
La velada transcurrió entre preguntas y anécdotas protagonizadas por el improvisado invitado y, por primera vez desde hacía una semana, Montse y Francesc se pudieron mirar cómodamente a los ojos, y bebieron y rieron distendidamente, relajados y felices. A la hora del café, Antonio se disculpó porque debía volver al trabajo (esa maldita antena le estaba volviendo loco), pero Montse ya tenía su taza preparada y Francesc incluso le había servido un whisky. Ante la tentativa de un habano que le ofreció el marido, Antonio se dejó llevar y aceptó con agrado la invitación, olvidando por completo las sintonizaciones y los cables.
Empezaba a anochecer, los tres comensales habían abandonado la mesa y se habían acomodado en el sofá del comedor. Las horas parecían discurrir con una ligereza sólo comparable a aquellos domingos de verano, en el que paso del tiempo parece haber sucumbido al derrotero de las vacaciones y los largísimos días de luz.
—Será mejor que me marche —dijo Antonio mirando su reloj —. A ver si puedo acabarlo mañana.
Al incorporarse tambaleó un poco el paso, se sentía algo indispuesto tras la ingesta de tres vasos de whisky.
—No deberías conducir en este estado, Antonio —le dijo amablemente la mujer —. Si quieres puedes quedarte a dormir.
—Eso sería abusar demasiado.
—Nada, hombre, nada —se añadió Francesc dándole unas palmaditas en la espalda —. Desde que se fueron los chicos, quedan dos habitaciones libres. No es ninguna molestia, de verdad.
— No permitiremos que se marches así —sentenció Montse (e imaginó al pobre Antonio precipitándose por la misma cuneta en la que habían muerto su mujer y su preciosa hija).

Durante la cena, Montse pudo saber que Antonio no era viudo, se había separado de su mujer hacía justo medio año y nunca tuvieron ningún hijo, ni mucho menos una niña con graciosos bucles castaños. Y unas horas después, cuando los tres desayunaban en la cocina, Antonio dejó entrever que todavía seguía queriendo a su mujer, aunque ella siguiera viviendo (en la que aún consideraba su casa) con el hombre por el que le abandonó.
Tras desayunar, el marido y Antonio se dirigieron a sus respectivos trabajos; el primero, a una sucursal de banco, y el segundo, al terrado de los clientes más hospitalarios que había conocido nunca. Como había ocurrido el día anterior, a la hora de la comida, Antonio fue arrastrado hasta el comedor y Montse le recibió con el exquisito aroma de una zarzuela de pescado. Y de igual modo llegó la noche, y Antonio se encontró de nuevo entre las juveniles sábanas de una litera, custodiada, por un lado, por un póster de Kobe Bryant, y por el otro, por un póster de una semidesnuda Britney Spears.
La habitación de Antonio era colindante a la de Montse y Francesc. Allí, el matrimonio permanecía despierto bajo las sábanas, en silencio.
—Crees que se habrá dormido ya —susurró la mujer incorporándose hacia su marido.
Francesc no contestó, en lugar de ello movió los hombros en un gesto que denotaba cierta indiferencia y se dio media vuelta con intención de apagar la lamparilla de noche.
—No apagues la luz —le pidió ella. Él, al volverse hacia su mujer, adivinó en su mirada un deseo que hacía ya mucho tiempo que daba por extinguido. El cuerpo de Montse se aproximó, hasta enroscarse en sus piernas.
—Schhh, no podemos hacer mucho ruido, o nos oirá —prosiguió ella.
Y por el modo como lo dijo, realmente parecía que deseaba que Antonio oyera lo que pasaba en la habitación vecina, como si acabara de descubrir un nuevo estímulo en su monótona vida conyugal.
Pasaron los días y, por una excusa u otra, Antonio continuaba en la casa. Primero fue el cable, más tarde la antena, para pasar después a la tele. Y cuando parecía que una cosa estaba arreglada, la otra fallaba. En todo aquel tiempo, la destartalada furgoneta permaneció frente a la casa, aguardando resignada la vuelta de su dueño. Pero éste parecía no tener ninguna prisa en marcharse, ya que desde que le abandonara su mujer (y no sólo se fuera con otro, si no que le expropiara a demás de su propia casa), Antonio vivía en una triste pensión a la que no tenía ningún deseo de volver.

Pero llegó el triste día en el que cable, antena y televisor estuvieron arreglados y, con ello, la inevitable marcha del técnico. Ocurrió en domingo (no importaba que fuera festivo, porque allí estaba Antonio, dispuesto a trabajar sin ningún reparo). Para la ocasión Montse preparó una mariscada (envuelta en el bonito delantal del mercadillo que Antonio le había regalado), y tomaron fresas para el postre, y bebieron cava, y un coñac Gran Reserva que Francesc guardaba para las grandes ocasiones. Antes de la despedida, Montse y Francesc comentaron que tenían que ajustar cuentas, al fin y al cabo, no habían olvidado que su estimado huésped era en realidad un técnico al que habían contratado por unos servicios ya cumplidos. Pero éste se negó en rotundo, después de todo lo que le habían ofrecido sería una grosería aceptar un sólo céntimo. Tras un inevitable toma y daca, la cosa quedó así. Seguidamente, acompañaron a Antonio hasta su furgoneta y por un momento se quedaron los tres parados, incapaces de articular palabra. La primera en reaccionar fue Montse que, con lágrimas en los ojos, se abalanzó sobre él en un tierno abrazo, diciéndole lo mucho que le iban a echar de menos. Más tarde, llegó el turno de Francesc, un sentido apretón de manos que ninguno de los dos parecía dispuesto a concluir. Cuando al fin se sosegaron, Antonio se encaminó hacia la parte posterior de la furgoneta y guardó su caja de herramientas. De pronto, un fuerte golpe de aire sacudió la puerta, cerrándola de un portazo. Los tres dirigieron sus miradas hacia el cielo, donde una tupida masa de nubes negruzcas amenazaba a lo lejos.
—Vaya —dijo Montse lanzándole una mirada cómplice a su marido —, parece que va a haber tormenta.
—Y es de las fuertes —continuó Francesc.
—Antonio —pronunció con cariño la mujer —, no creo que deba irse en estas circunstancias, el pueblo queda un poco lejos, y nunca se sabe.
Antonio permaneció por un momento parado junto a la furgoneta, bajo la atenta mirada del matrimonio.
—Pensándolo bien —dijo mientras sus labios se arqueaban en una sonrisa —, sería bueno comprobar si esta vez la tele resiste.

Texto agregado el 29-05-2011, y leído por 280 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
18-08-2011 Al principio pensaba que se trataba de otro ensayo sobre la monotonía y las miserias de la vida conyugal, pero lentamente ese Antonio va creciendo como un tumor dando vida a los personajes. Muy bueno. Revista tan sólo un "abatar" que duele un poco. Egon
30-05-2011 Excelente. NeweN
30-05-2011 muy bien relatada esa necesidad de estímulos externos para tratar de revivir lo que se convirtió en monotonía... mis felicitaciones seroma
29-05-2011 BUENISIMO...UN ABRAZO ADROGUENSE. ELWINDIZQUIERDO
 
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