Entre falso humo, voy gritando en silencio a la ciudad una demanda por falta de prostíbulos, donde una fuerte bruma nos hace gatos invisibles, pero la billetera está vacía, de tanto cruzar la frontera, más después a regresar sin nombre pasando la mano por el terciopelo de una pared mojada.
Una idea se me cruza por la mente adormecida, beber alcohol nuevamente, pero aclaro al otro yo, que no solamente hoy sino siempre, ya todos saben en el mundo que soy hombre de copas tomar. Para mi manera de entender el tiempo está ligado a ésta sensación de estar ebrio, por lo menos para mi eso es así a dios gracias, de poder estar exultante, alegre, relajado, creativo, entonces que me importa estar mareado si total voy a transitar la buena senda, descorcho una de blanco, helado por el frío, y doy sorbos bien polenta.
Una muchacha viene caminando muy despreocupada ¿Se ha de llamar Florencia, se ha de llamar Yamila? No me preocupa la edad que tiene pues en realidad le voy a preguntar la hora, solamente deseo saber donde estoy, cual es su verdadero nombre.
Ella amaga detener la marcha, pero luego, quizá por pereza, hace un gesto de no importarle mí presencia, y yo me pregunto, dando siempre la espalda al objetivo, como es posible que al rey de la noche alguien le pueda ignorar.
Suelo llevar conmigo una tijera de peluquero, con la cual me limpio la lengua todas las mañanas al despertar, y además me recorto el cabello que por algún lado siempre sobra o está mal.
Esta señorita, por lo maciza que se ve, calculo que ha de tener dieciocho años, dieciocho largos abriles.
Entonces, con la herramienta típica del peluquero, mientras tanto le pregunto, con suma delicadeza, el porque me ignora y me desprecia, cual collar le envuelvo el cuello.
Cuando de pronto, sin yo saberlo, me abalanzo sobre su cuerpo temeroso hasta meterme dentro suyo, y una mano levanta la pollera, más, la que sostiene el metal, le descubre la ropa interior.
Enseguida ella grita, que es policía, que ponga las manos detrás, que el juego ha terminado.
Y una fuerte luz traviesa atraviesa nuestro lecho encendido. Y mis ojos ya no pueden ver y mi cuerpo solo recibe balazos.
A mi me sigue agradando encantar a la gente pues del néctar que quito de sus miradas nace un pegamento con el cual ahora empapelo las paredes de este infierno.
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