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Te lo juro



La mirada de Celia se mantuvo fija en los ojos de su profesor. Tenía los párpados muy abiertos, en una actitud un tanto forzada. Intentaba no pestañear, estaba segura de que si lo hacía, si ocultaba por un segundo sus grandes ojos castaños, perdería al instante toda credibilidad. Ella, al igual que el resto de sus compañeros, lo sabía bien: cuando uno dice la verdad ha de mantener las manos a la vista, sin cruzar los dedos (las manos de Celia sobre el pupitre, una tirita desgastada anudada a su dedo corazón) y, ante todo, ha de mirar siempre a los ojos.
—De verdad que no he copiado —pronunció la niña con voz suplicante —. Te lo juro por mis padres.
Al decir estas palabras, el profesor posó su mano sobre la cabecita dorada de Celia.
—Está bien, te creo.
Seguidamente, se dio la vuelta y se encaminó hacia la tarima. Celia continuaba inmóvil, el pulso algo acelerado, y una opresión en el pecho que no le dejaba respirar con fluidez. Tranquilízate, se dijo para sí, no ha pasado nada. Y, en cierto modo, era así: su profesor la había creído. Hecho que en sí no tenía nada de extraño, Celia era una buena alumna, se mostraba tranquila y obediente (a veces, un tanto olvidadiza y despistada) y nunca había suspendido un examen.
El estruendo del timbre anunciando la hora del recreo se coló en el aula. Uno a uno, los alumnos fueron alzándose con su hoja de exámen pendiendo en la mano y se la ofrecieron al profesor. Había algo de ritual en la disposición de sus pasos (los discípulos en fila; la ofrenda entre sus dedos; la satisfacción, en algunos, en otros, algo parecido a la incertidumbre, incluso al temor, asomando en el gesto de sus labios). Celia cerraba la fila. Los pies juntos, con las puntas para dentro, los hombros caídos hacia delante (Celia, la espalda recta, le repetía siempre su mamá), la melena rubia repeinada en una coleta y sus finas piernas cubiertas por calcetines blancos asomando de la bata escolar. El aspecto despistado de la niña se manifestaba a través del borde de la prenda, que estaba descuadrado (al abrocharla había descontado un ojal y los botones andaban desparejos, confusos en mitad de aquel universo de cuadritos rosas y manchas de acuarela).
Durante el recreo, Celia jugaba a la comba con las demás niñas de su clase. Un, dos, tres. Era su turno para saltar. Cuántos años viviré. De pronto, una inquietud se apoderó de ella y volvió a experimentar la misma opresión en el pecho que no le dejaba respirar con fluidez. Celia desconocía que aquellas palabras pronunciadas a su profesor (te lo juro) se habían quedado atrapadas en un punto de su esófago (cuántos años viviré, te lo juro por mis padres) y que aún tardarían algún tiempo en abandonarla. Un, dos, tres. Soy pequeña y no lo sé.
A las cinco de la tarde, Celia asomaba su cabecita entre los alumnos congregados en el hall del colegio. La alta y dorada coleta de la mañana se había ido liberado en mechones encrespados y la tirita anudada a su dedo corazón había desaparecido, dejando al descubierto un pequeño rasguño. La niña se mostraba impaciente observando cómo los demás padres iban recogiendo a sus hijos (incluso la abuela de David Martín, que era lenta como un caracol, había sido puntual). Entonces, sintió, como nunca antes en su corta vida, un temor que nada tenía que ver con los miedos que ya conocía: el largo pasillo oscuro de su casa, los ruiditos de los duendes (así los llamaba ella) que se colaban por la noche en su habitación, la mala leche de su tío Jorge… Y tuvo la sospecha irrefutable de que su juramento se había cumplido. Había matado a sus padres.
Pero ella no había copiado, no al menos intencionadamente. Todo había sido por culpa de la tabla del ocho. Celia siempre se trababa en la misma cifra, siete por ocho… Fue entonces que se giró un instante hacia la hoja de Anabel, su compañera de pupitre, y justo se topó con el resultado. Cincuenta y seis. ¿Realmente valían esas décimas de segundo? ¿No podía Dios, o quién diablos se encargara de ello, perdonarla por aquel pequeño desliz? ¿No importaban las buenas notas, los deberes siempre hechos, ordenarse la habitación los domingos por la mañana, no pelearse (al menos no en serio) con su hermano Guille? Pero su mamá no aparecía por la puerta del colegio. Ni tampoco su papá.
En otras ocasiones, Celia ya había jurado: cuando su amiga Anabel la acusó de haberle quitado su sacapuntas (de color lila moteado por purpurina, te lo juro por nosotras, le había contestado ella, y seguidamente se besó el dedo anular como había visto hacer en una película); también a su hermano Guille que le desaparecieron un par de cromos de su colección de Liga, te lo juro por Puca (que era como se llamaba su perrita), y lo cierto es que el animal murió medio año más tarde, aunque nadie relacionó su muerte con la desaparición de los dos futbolistas. Pero nunca había jurado por sus padres. Realmente, ni el bonito sacapuntas (Celia se lo había guardado sin querer en su estuche y nuca se atrevió a confesarlo) ni el par de cromos (en este caso ella no tuvo nada que ver) merecían un juramento como aquél. Sin embargo, suspender un examen de matemáticas era algo vital para ella.
Se acordó entonces Celia de unas vacaciones de hacía tres años. Pasaban el verano en el pueblo de sus tíos. Un día, ella y su hermano se escondieron en un armario situado en el hueco de la escalera, eran las cuatro de la tarde y un pesado sol de Agosto se desplomaba sobre el pueblo costero sin un atisbo de piedad. El armario, para sorpresa de los niños, guardaba en su interior el frescor de las noches otoñales y no tardaron ambos en dormirse. Eran pasadas las ocho cuando despertaron. En la terraza, les sorprendió ver a un grupo de vecinos, también se encontraban sus tíos y sus primos Lucas e Irene, incluso estaban Gürggen y sus padres (que no tenían ni idea de español). Grabada en sus rostros destacaba una seriedad que nada tenían que ver con las jornadas bajo el sol, ni con las barbacoas, ni los bailes de la orquestra, ni las partidas al dominó. Celia se asustó por un instante. Tras el tumulto, divisó a sus padres hablando con un agente de la policía, cosa que aumentó su temor. Entonces su mamá se dio la vuelta y la miró a los ojos. Celia, intuyendo que había hecho algo malo, cogió la mano de su hermano. Fue en ese momento que su mamá corrió hacia ellos y los abrazó como nunca antes lo había hecho. Celia no sabía qué pasaba. Cuando su madre les preguntó dónde habían estado, ellos respondieron la verdad, en el armario de la escalera. Entonces su mamá les regañó y Celia continuaba sin entender. No sabéis el miedo que he pasado, les dijo, pensaba que no volvería a veros.
Esa noche, Celia pidió dormir con su mamá. Siempre que lo intentaba, ella le hacía entender que ya no era un bebé (y sólo los bebés duermen con sus madres, le remarcaba), que era una niña grande, y con un guiño le susurraba: ¿Quién cuidará si no de Guille?. Y Celia se sentía de pronto importante por proteger por una vez a su hermano mayor. Sin embargo, justo esa noche, su madre aceptó dormir con ella.
Pasados tres años, esperando en la puerta del colegio, Celia (que ya tenía su propia habitación) supo que ya jamás podría pedir algo así. Y estuvo a punto de arrancar a llorar, pero en ese momento apareció su padre, con el rostro serio, mascullando entre dientes unas palabras incomprensibles. Lo siento, cielo. Le dijo distraído tomando la maleta que colgaba de los hombros de la niña. Entonces Celia se arrojó a sus brazos y le cubrió la cara de besos.
-¿Te pasa algo?
-¿Dónde está mamá? –le ofreció como respuesta Celia.
-Eso me gustaría saber a mí…
-Le ha pasado algo, por eso no ha venido –exclamó asustada ella, temiendo que el cruel maleficio hubiera empezado por su madre.
-No te preocupes, tonta, mamá está bien. Me acaba de llamar para que te venga a recoger.

Nunca una cena le pareció tan especial a Celia (a pesar de las acelgas hervidas que había para comer). Los ojos de la niña recorrían con afecto a su madre (estaba un poco ausente, con un brillo extraño en los ojos). Su papá estaba de mal humor y apenas había pronunciado palabra. Estaba absorto en las noticias de la tele (en realidad, no las miraba. Su le hubieran preguntado cuál había sido el resultado en las elecciones de Ucrania o el nombre de la niña que habían encontrado muerta en una fábrica abandonada hubiera sido incapaz de responder). A pesar de todo, Celia los contemplaba con una mueca de satisfacción en los labios. Sus padres estaban vivos.

A medianoche, Celia se despertó. Tenía la boca seca y necesitaba beber agua. Se encaminó hacia la cocina y distinguió luz en su interior. La puerta entreabierta dejaba al descubierto la figura de su madre apoyada sobre la encimera. No veía a su padre, sin embargo escuchaba su voz.
-No me pienso ir a dormir hasta que no me digas dónde has estado.
-Ya te lo he dicho, joder. Estaba con Helena y se me fue la hora.
-Prométeme que no has vuelto a verlo - la voz en off de su padre adquirió de pronto una fragilidad que Celia desconocía.
-¿Qué puedo hacer para que me creas? -exclamó ella con actitud suplicante.
La figura de su padre apareció de un extremo de la cocina y se acercó hasta su madre, tomándola de la cintura. Ella le miró a los ojos.
-Te lo juro por los niños.
En ese momento, como si hubiera intuido su presencia, la madre volvió la vista al frente y divisó a Celia. Fue sólo un segundo, después desvió la mirada hacia las baldosas blanquinegras de la cocina.

Texto agregado el 28-05-2011, y leído por 362 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
23-12-2013 El paralelismo, sino la ironía, de ambas historias, y el sentimiento de culpa que hace a la madre desviar la mirada igual que la niña temía por sus padres cuando juró en falso. Digamos que las actitudes no cambian, pero sí el peso y la densidad de esos juramentos, aunque para ambas en su escenario resultan tan relevantes ikalinen
04-08-2011 me sentí prota por eso del 8x7 8x7 8x7 y el problema es que cada vez me trabo más. Menos mal q hay calculadora en el móvil. Recurso fácil es de jurar, siempre me molestó que mi amiga Raquel me dijera que le jurara tal cosa o tal otra, siempre me negué. Además ahora sólo podría jurar por mi gato. Besos iolanthe
07-06-2011 Igual que guy, está de sobra la alcaración esa. Y también: muy bueno. Aristidemo
02-06-2011 Uh, olvidé decirte que me pareció muy bueno. guy
02-06-2011 Tiene detalles que encuentro muy bien cuidados, muy bien elaborados, digamos. Lo único que me sacó un poco del hilo fue eso de aclarar lo de la importancia del examen para una niña, que me parece que sobra, pero es solo una pequeñez. guy
30-05-2011 Cortazar estaría feliz con tu cuento: un bue planto inicial, un trama inquietante y un final inesperado... brillante, me enamoro de tu letras... seroma
28-05-2011 Nunca decir "te lo juro por...", salvo si es por uno mismo, tal vez ahi no se mentiría... Muy bueno tu cuento, tiene algo de estremecedor, porque todos compartimos, creo, ese pecado de haber jurado alguna vez para evitar ser descubiertos en una mentira, me provoca sensaciones que alguna vez debo haber sentido, aunque ya no recuerdo cuando ni porqué. loretopaz
28-05-2011 wauuuu. Que tremendo cuento. Primero nos llevas a recordar la infancia, la escuela y el aprendizaje con sus trampas, las que uno hacía y las que te fuerzan a creer. El final es superior a todo, esa mirada, ese simple gesto. Moraleja, no jurar en vano, y mejor aún, no jurar. NeweN
28-05-2011 Tremendo peso el del juramento.. Impecable relato, por todo lo que dice y todo lo que abre. Muy bueno y mis felicitaciones bethh
 
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