Con un ocaso tras los hombros, Carlos y su saxofón se acomodaban en una silleta. El viento estaba inquieto y eso favorecía al viaje que debía realizar la música. Su negra piel contrastaba con el blanco de sus dientes, su sonrisa era genuina. Acomodó la boquilla de su saxo, y dio los primeros soplidos, chirriantes, incómodos acaso. Pero no era cuestión de abandonar la noble empresa. Es harto conocido el fracaso del principio. Pues tal vez es necesario fracasar, para poder luego, saber cual es el éxito. O quizás eso se decía él para no rendirse. No importaba. Retomó el trabajo, sopló. Y esta vez los sonidos salieron armoniosos, era él el que vestía ese ocaso con su música. Era un ritmo melancólico, con el cansancio de una vida de esfuerzos, de darle y darle para recibir insultos y unos pocos billetes para comer. El instrumento fue un regalo de una novia adinerada que una vez que lo supo hundido en sus vicios lo dejó. Pero de eso no quería ni podía, ni necesitaba hablar. Y ahora no importaba porque su atención, toda, estaba en el ritmo que componía segundo a segundo sin esfuerzo. Porque como su sonrisa, su pasión también era genuina. Y su alma se fundía con los ya casi desaparecidos rayos del sol, y empezaba a corretear con la todavía apagada luna que hacía mil promesas de ser hermosa, esa noche más que todas. Pero es sobrado, universal, y hasta incómodo hablar, luego de tantos que supieron hacerlo, mejor que en este modesto relato de las bondades de la luna plateada. Y su alma refulgía con la melodía, y la melodía alimentaba el fulgor, en una máquina infinita, no humana. Porque la música se brindaba entera, y creaba sensaciones, que creaban universos dentro de universos. Para luego disolverse, y volver a ser. Era así, era eso, era un momento único, irrepetible. Aunque esto último era mentira. Porque bien se puede pensar que dentro de cada universo la escena se volvía a repetir. No sería descabellado decir que Carlos y su saxofón eran la repetición, de otro Carlos con otro saxofón. Pero es necesario hablar de algo único, aunque sea mentira. Si se quiere, para acallar las amarguras, digamos simultáneos. ¡Pero no! Único, e irrepetible. Sólo así, se entiende el significado.
La armonía era cada vez más melancólica, y así debía ser. Porque ese era el camino. Fue en ese momento cuando, Andrés, el vecino de enfrente vino casi corriendo con su guitarra. Y sin sentarse, parado simplemente, empezó a acompañar a Carlos. Dos caminos que se unían en ese ya casi finalizado ocaso. Dos caminos que como tantos otros se hacían uno, y con una misma dirección. Imprudente sería hablar de metas.
Amalia, la vecina de al lado. Con los ojos cubiertos en lágrimas decidió ser la voz de este (ahora) trío. Las bondades de una voz ya enturbiada por los años, y las malas decisiones. La voz de los bares y las trasnochadas, y los vicios, etc. La voz perfecta para ese momento. Momento que ya abría sus elogios a la luna plateada, y la compañía de millones de estrellas, una por cada sueño roto que los juntó en este fracaso feliz.
Una camioneta que pasaba por ahí, frenó en la cara de nuestros tres músicos. Y sin pedir explicaciones, y tampoco darlas se quedó sin acelerar. Un hombre gordo y sonriente salió de ella, y fue hasta la parte posterior del vehículo. De la caja movió una manta que servía de cobertor a un hermoso piano de cola. Ahora eran cuatro unidos por esa noche de tristes mundos musicales.
Cada uno con sus penas, y, a la vez todos en una gran elegía. Así siguieron por horas, sin cansarse. Luego, como respetando una simetría misteriosa, Carlos dejo de tocar. Lo siguió Andrés. Amalia, y por último el dueño de la camioneta. Cada uno se fue a su casa en silencio, sin decir nada, sin hablarse, acaso sin siquiera mirarse.
Hay quienes dicen que excepto Carlos, los demás personajes nunca participaron de ese encuentro, que todo estaba en su imaginación. Hay quienes dicen que ninguno existió. Hay quienes…en fin, hay muchas versiones. Yo no descreo (tampoco creo). Pero sin embargo, con el tiempo que pasó desde ese momento hasta ahora, no encuentro una diferencia concreta entre un hecho real o uno imaginario: si fue verdad, es dulce la evocación de esa imagen. Si fue mentira, es dulce la evocación de esa imagen. Los protagonistas o supuestos protagonistas ya no viven. En el lugar donde tuvo lugar el encuentro, hay quienes afirman que ciertas tardes se oye esa melodía. Lo inútil de buscar una verdad donde no importa la misma es, sin dudas, una perdida de tiempo. Cada uno es libre de juzgar, y de pensar lo que guste.
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