Pasaba tan seguido que perdíamos la fibra de la conversación, que casi no nos dábamos cuenta. Lo que empezaba como una discusión de fútbol, terminaba con Lucas contando su salida de la noche anterior al Chueco, y Santino explicándole a Marcos y Juan por centésima vez que diablos hacía en esa oficina todo el día. Yo escuchando como Javier me contaba el más reciente de sus desencuentros amorosos. No importaba que no habláramos todos, o que nadie se terminara enterando de nada. Lo que contábamos lo contábamos por contar, porque nada salía de ahí.
Éramos amigos de corrido, sin apellidos ni pasado. Solo siete pibes sentados juntos. Era hace tanto que los detalles de nuestro primer encuentro eran borrosos. Ni siquiera ahora que lo trato de recordar me acuerdo quien fue el que se acercó a quién. Si fui yo al Chueco, o Lucas a Marcos. Sea como fuese, estábamos ahí. El momento era ese, los chicos nosotros.
La plaza era un escenario optativo, sin importancia. Hubiera sido lo mismo en un bar, o la esquina de mi casa. Éramos lo que eramos, sin excusas ni explicaciones. Sin dolores o porvenir. Alimentando nuestras almas desnutridas con humanidad, con simpleza, con cosas fáciles, con el otro y uno mismo.
No tengo un solo recuerdo pasando la edad de trece años en que ellos, estando o no, no hayan sido una gran parte de mis decisiones y desventuras. Yo pensaba constantemente en ellos. Me dolía su indeferencia, como el silencio duele a la madrugada, porque sabía que el minuto que partíamos caminos de esa plaza, yo estaba fuera de sus mentes. Esa era la consigna de nuestra amistad pordiosera. Pero, rompiendo las reglas impuestas por nadie y por todos, ellos nunca dejaban mis pensamientos.
¿Cómo explicarles a estos amigos que yo vivía para nuestros encuentros de domingos? ¿Que el domingo era a la vez el día más feliz y más triste de mis días, feliz porque los veía, y triste porque serían siete días hasta que los volvería a ver?
Una vez cuando me despedía le dije a Santino: -“Los voy a extrañar”. “No seas boludo, -me respondió-, si nos vemos en una semana”.
Todos los domingos era lo mismo, el mate, las tortas fritas, la guitarra, una sapada, la chancha y los veinte. Pero un día fuimos quedando pocos. El primero fue Lucas, se estuvo viendo enfermo por unos domingos, y un domingo no vino más. Marcos se casaba, nos contó, y fue el segundo en irse. A Estados Unidos se fue Santino. Juan se fue sin palabras. Javier poco después, se fue a vivir al interior. Quedamos el Chueco y yo, pero no por mucho, ya que hice lo que siempre juré no hacer. Los dejé yo, aunque era solo el Chueco el que quedaba, sentía que era dejarlos a todos, abandonarlos. Nunca entendí porque lo hice, todavía sigo sin entender, pero lo hice. Quizás fue por miedo a ser el último que quedara, y ver como mi todo, mis amigos, mi vida se terminaba de caer.
Hoy, a diez años de la última vez que fui a la plaza, volví a ir. Sentados bajo nuestro árbol, en nuestra sombra, y nuestro domingo, estaban 5 chicos, un mate, tortas fritas, una guitarra, una sapada, la chancha y los veinte. Ese fue mi último encuentro de domingo.
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