Jamás Susana había pensado llegar a tener tataranietos. Pero rememorando, ya que el grado leve de Alzheimer por el que pasaba no le había mellado la memoria lejana, recordaba que ella misma ya ingresando a la adolescencia, empezó a sentir el dulce escozor de la necesidad de las caricias que a la larga conllevaron a rendir frutos con dos sonrosadas gemelas.
Como lo que se hereda no se hurta, los genes jugaron su papel y las hormonas volvieron a apostar su función tempranera convirtiendo a las juveniles gemelas en bellas coquetas que no tardaron de gozar de los placeres de la carne en un mundo donde aún los anticonceptivos no existían y la sociedad y la familia eran conscientes de la gravedad de cualquier interrupción de las gestaciones paralelas que iniciaron con sólo días de diferencia. Era hermoso verlas caminar con la barriguita crecida, con sus faldas escocesas a cuadros con tirantes y sus zapatos de taco bajo de charol.
Luzmila fue la primera en alumbrar siguiéndola Ernestina a los siete días. Luz y Tina ya eran madres y Susana abuela antes de cumplir los treinta años. Esta vez los hijos fueron robustos varones. El tiempo pasa rápido, decía Susana cuando le dieron la noticia que el hijo de luz había embarazado a la noviecita.- ¡La Puta! Me van hacer bisabuela- reclamó sin dejar de sentir escalofríos por las burlas a las que sería sometida por las amigas.
Como el par de bisnietos no eran ningunos capones, el hijo de Tina también dio la sorpresa llegando un día a la casa familiar con una nena en brazos. El atavismo, esa traviesa tendencia siguió jugando su papel. Ni los ruegos al Dios omnipotente evitaron que se llenara de tataranietos.
Como la vida tiene sus compensaciones, la enfermedad en su momento hizo olvidar la memoria reciente, creándole la sensación con el último tataranieto que era madre por primera vez, haciendo de Susana la mujer más feliz del mundo.