Lo había planificado bien, el perro ladraba siempre como las diez y media cuando pasaba el vecino en la bicicleta, eso le daba tiempo para salir sin que el fiel guardián la viera y avisara de su escape, acomodó con gran habilidad los almohadones de la pieza de la abuelita que se había muerto en la cama y saco una bufanda negra que tenía y la acomodó para que pareciera su pelo y esperó a que fueran las diez y media, antes les había dado las buenas noches a los dos, de beso en la mejilla y posterior a unos paseos al baño ya nadie advirtió su actuar y fueron todos a sus habitaciones.
Cuando al fin dieron las diez y media el vecino pasó, el perro ladró y ella salió, se encontraron bajo la luna que iluminaba un sendero, caminaron hasta una casita abandonada y se quedaron ahí. Le despertó el ladrar unos perros que afuera atacaban un gato y la claridad le asustó, se vistió y sin despedirse del que aún dormía, se fue, el problema era el regreso.
Siempre estaba despierta hasta tarde y sabía a que horas pasaba todo, pero nunca de mañana, es que cuando aún clareaba el cielo, ella solo dormía sin saber lo que pasaba afuera, no sabía si el perro le ladraría como a todos o si algún conocido de la familia la vería, no se acordaba si las tablas del piso crujían también de mañana o si el sueño de su madre era así de sensible como ella decía.
Llegó a la entrada de la casa agitada y asustada, cualquiera la podía ver quien caminaba por ahí, un rasgo de sol rallaba el cerro y la claridad ya no era más que oscuridad y el sol se atrevía furioso a iluminar el día. El perro no ladró, parecía tranquilo le meneo un poco la cola pero no quiso hacer ruidos, parecía feliz de verla llegar. La casa no crujió al caminar por el corredor que le llevaría a su habitación. Pasó por la pieza de sus padres, no quiso detenerse a escuchar. Cuando a solo metros de la puerta, la figura robusta de un hombre sale de la poca oscuridad que quedaba en la casa, se avistaba un par de cejas arqueadas, una boca recta.
El pelo alborotado de la muchacha y su cara de culpabilidad acusaba en la cabeza la idea del arrepentimiento, buscando donde apoyar sus próximos argumentos en una excusa quizá que tuviera que ver con la juventud sostuvo su mirada en un padre que parecía más pasivo que a medio día cuando el sol no le permitía hablar del pololeo. Hizo el ademán para decir algo, pero pronto agacho la mirada y un carraspeo de la garganta del padre le interrumpió en seco.
-Ya, que me miras así, anda a acostarte, si a todos nos han pillado llegando a la casa por dormir afuera.- Dijo finalmente y la mandó a su pieza. No hablaron nada, cuando despertó su mamá la esperaba en la cocina con una taza de leche humeante y sonriente.
-Tú papá me dijo que pasaste mala noche así que no me dejó despertarte.- dijo pasándole leche. –Lo curioso, fue que me dijo, que ya eras grande y que tenías que salir más seguido, que la vida es una sola y no vale la pena perderla en la casa.
La muchacha no se tomó la leche y corrió a los potreros a encontrarse con su padre, le abrazó fuerte.
-¿Que edad tenías cuando te paso?- preguntó la muchacha.
-diecisiete y fue por tu mamá, pero a mi me saco la cresta mi papá, así que no te acostumbres.-sonrió y la mando de vuelta para la casa con un palmazo en el poto.
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