Estaba sentado en una silla, en una pequeña sala acristalada, rodeada de asientos, desde los cuáles cabezas sin rostro le observaban, comenzó a hablar:
- No estoy seguro de nada. No creo en el destino, más allá de unas meras consecuencias de los hechos que llevamos a cabo en la vida diaria. Al fin y al cabo, el futuro no existe. Se crea y se destruye al mismo ritmo que recorremos caminos equivocados o retomamos la senda adecuada en el último momento.
No creo que exista un Dios todopoderoso que creó una red de historias entrecruzadas y sin sentido que se corresponderían con la vida de cada uno de nosotros. Eso contradiría su “supuesta” idea del libre albedrío. ¿No nos creó a imagen y semejanza suya? ¿Acaso no hace él lo que quiere?
Siento desviarme del tema, pero era inevitable meter a Dios en la conversación, bueno en mi monólogo, cuando habíamos empezado a hablar acerca del destino.
No estoy seguro de nada, pero estoy firmemente convencido en que no hay un camino correcto a seguir ya que todos los caminos se cruzan entre sí y nadie puede decidir cual será la autopista por la que la vida debe continuar.
Así pues, si mis actos son suficientes para que mi camino acabé en un precipicio creado y excavado en la tierra por aquellos que creen tener más poder que Dios que así sea.
Esas fueron sus últimas palabras antes de oír cómo se bajaba la palanca y la electricidad comenzaba a quemarle por dentro.