Jugábamos a las canicas. A mis 5 ó 6 años se me hacía difícil comprender porque mi padre desaparecía de la casa por días sin que nadie me diera una respuesta. Ya en algunas oportunidades habíamos ido con mi madre que me tomaba de la mano llevando las viandas, unos recipientes enlozados blancos con agarraderas negras donde le llevábamos comida a un lugar de paredes despintadas con un inmenso portón.
Sólo aprendí a fuerza de repeticiones continuas que si algún policía, a quien aprendí a identificar por el uniforme verde con gruesas correas negras, me preguntara por mi padre, les tendría que decir que no sabía su paradero.
La última bolita estaba en la raya rodeada de un círculo dibujada con tiza. El que la sacaba lanzando desde dos metros con otra canica del círculo ganaba la partida y el premio de la apuesta eran diez boliches. Todo un tesoro.
Salté de alegría al conseguir el objetivo. Le había ganado al “carancho” el más diestro y ducho del barrio. Fue en ese momento que llegaron preguntando por mi padre. No vestían uniforme, sin embargo, les dije que no sabía. Insistieron. Me dijeron que eran sus amigos, que lo venían a proteger de la policía, que si lo encontraban lo podían matar. Sabía donde estaba. No podía saber que los esbirros de la dictadura también se disfrazaban como las personas a las que no había aprendido a desconfiar.
Se lo llevaron, no sin antes escudriñar y destruir enseres de la casa llevándose cosas de algún valor que nunca aparecieron. Sabía que otra vez acompañaría a mi madre con las viandas. Dejé olvidadadas mis canicas en algún lado de la vereda. La verdad, ya no me importaban.