Acto 1: La chica del skate.
Ella menea la cabeza con su cabello negro suelto al poco viento que corría a esa hora. El skate colgado de su mano izquierda que tenía una calcomanía con una calavera, y los audífonos llevan a sus oídos quizás una canción punk rock o algo más pop, por el movimiento corporal que presenta algo más alegre y bailable. Usa una polera musculosa blanca, y unos pantalones negros, ajustados a su esbelta figura. La chica canta casi como si estuviera dando un concierto en medio de la calle que solo emite el sonido de las estrepitosas bocinas insignias del desarrollo urbano. El semáforo tardaba, ella canta y baila, los autos pasan, las bocinas no se callan. Luz verde. Baja el skate, lo monta, toma vuelo, y sigue su curso a través de la acera llena de grietas y obstáculos perfectos para la transición del deporte extremo. Se mezcla entre los transeúntes hasta desaparecer a mi vista, atrevida, danzando sobre la tabla de madera con ruedas al ritmo de la batería estrepitosa y una voz desgarradora gritándole a los oídos, yendo por inercia sobre el asfalto viejo y demacrado de las calles…
Acto 2: Un día feliz.
‘‘Oye si, en serio, don Mario no ha parado de decir lo mismo todos estos días. Que las inflaciones, que las acciones van a subir, pero luego dice que van a bajar, y que la competencia está ganando terreno… oye, oye, espérame un poquito, que me están llamando al otro móvil… ya, bueno, te llamo luego, ya, cuídate, nos vemos, chao. ¿Aló?, si, si, con el, a no, no, no tengo tiempo, ya contraté eso, si, si, no, no, si, no si tengo eso, no gracias, de verdad, si, estoy ocupado ahora, no, si, ya, hasta luego, no hay de qué, ya, hasta luego, chao.
¿Aló?, sí, ahora sí, es que me estaban llamando de la compañía de teléfono para ofrecerme un triple pack de nos sé qué… si… no, no tengo nada ahora… no, no te decía a ti, no, es que un mendigo me pidió plata… no, es que voy en la calle, es que acabo de salir de la oficina, te dije… si, no, si, es que voy a tomar la micro ahora… no si no pasa nada… ya, ahí está la micro, ja, viene llegando justo a buscarme a mi…’’
Acto 3: Un mal día.
Una gota de sudor corre por la frente del furioso chofer con su cara de cansancio iracundo por el trabajo más despreciable al que podría haber llegado. El transporte público. La máquina ha presentado problemas durante todo el día y nada puede hacer. Si anuncia esto a los jefes significa un descuento de su sueldo para arreglar el problema. Si se niega a trabajar en estas condiciones… significa no más sueldo y no más contrato.
La gota termina por caer de su gorda barbilla hasta la camisa igual de sudada, con el logo estereotipo del transporte público del que la ciudadanía depende tanto. Diez horas detrás del volante engrasado por las manos sucias y acalambradas del conductor.
La micro rellena de una mezcla de olores indescifrables por si solo hasta para Jean-Baptiste Grenouille (léase ‘‘El Perfume: Historia De Un Asesino’’, de Patrick Süskind), mas la incontable cantidad de personas encerradas y apegadas las unas contra las otras; los bolsos, mochilas y carteras, entremezclados por las veintena de espaldas y hombros que los sostienen; las cabezas, cubiertas, descubiertas y sudadas; los pasajeros sentados y algunos agotados durmiendo (o agonizando) entre los que destacan una considerable cantidad de jóvenes; gente de terno con auriculares en los oídos casi hablando solos; viejecillas con aires de grandeza, incómodas por el inevitable contacto con el resto del vulgo; la música de la radio puesta por el chofer sofocada por la música popular sonando en los teléfonos celulares de los pasajeros acumulados en los asientos traseros del vehiculo.
Una nueva gota cae desde la frente del chofer neurótico por el interminable día. Desde los pasajeros que no pagan, hasta la policía que cobró una multa por exceso de velocidad. ‘‘¿cuándo va a terminar este día?’’, se pregunta con la mano en la frente.
Un oficinista hace señas unos metros mas adelante. No pretende detenerse, pero el timbre suena. Uno de los pasajeros anuncia su paradero. No se detiene. El timbre suena incansable. No reduce la velocidad. El oficinista hace señas casi con desesperación. El timbre suena, el timbre suena. Frena de golpe. La masa se balancea hacia delante, los durmientes despiertan y la puerta trasera se abre. Un par de groserías se dejan oír, seguidas las risas del populacho. Las viejas cuchichean tímidamente al público. La gente avanza hacia la parte trasera dando espacio al nuevo integrante de su prisión.
Acto 4: Esquizofrenia Callejera
…se mezcla entre los transeúntes hasta desaparecer a mi vista, atrevida, danzando sobre la tabla de madera con ruedas al ritmo de la batería estrepitosa y una voz desgarradora gritándole a los oídos, yendo por inercia sobre el asfalto viejo y demacrado de las calles… y aunque la busco a través de las personas pero no la encuentro. Ha desaparecido ya entre tanta gente que camina… y si la viera… y si la conociera…
‘‘No encuentro la plata… si, no, obvio, claro, a ha, claro, si… espéreme un segundito… no, no te decía a ti, no, es que tomé la micro ya, estoy buscando la billetera y no la encuentro…’’
Se sube el oficinista con el teléfono pegado al oído, buscando lerdamente entre sus bolsillos y luego la maleta su billetera desaparecida. El rostro cansado del chofer muestra el disgusto por el nuevo pasajero que no deja de parlotear por su aparato.
‘‘Claro, si, obvio, cómo no, ¿en serio?, no tenía idea…’’
El dialogo consigo mismo parecía infinito mientras el chofer impaciente esperaba poder continuar con su interminable travesía maldita.
El resto de los pasajeros presionaban al chofer para continuar. El oficinista seguía hablando. La infernal música continuaba sin parar desde el los celulares en los asientos finales.
‘‘No te creo… ¡aquí está!... no, nada, si, es que, si, no, es que encontré la billetera… a claro, si…’’
El chofer acelera, los pasajeros pierden el equilibrio por la brusquedad del movimiento. El oficinista extiende su mano con un billete de gran valor. El chofer lo observa enojado. Pide algo menor para que sea mas fácil dar el cambio. El oficinista no le escucha, sigue hablando por el teléfono. El chofer insiste. El oficinista le hace una seña indescifrable. El chofer, enojado comienza una discusión, alterado y ya imposibilitado de contener la rabia acumulada durante sus largas horas de trabajo. El oficinista habla por teléfono, no escucha nada de lo dicho por el furioso chofer, que despotrica en contra de todo el mundo. Que los escolares, que los estudiantes, que las viejas, que la policía, que los jefes, que el gobierno, que lo españoles, que la municipalidad, que los perros, que Dios, que La Virgen, que su mujer, que sus hijos, que su amante, que la gente, que todos…
Acto 5: Las Voces
Lo único que oí fue al chofer gritar y gritar y despotricar contra todos los pasajeros, mientras atrás mío unos chicos se reían mientras escuchaban música en sus celulares. Un pasajero que recién se había subido hablaba por teléfono, ¡el tipo no paraba de hablar!, era molesto. El chofer le gritaba cosas, pero no le escuchaba… parecía loco, hablando y hablando por teléfono… y el chofer estaba hecho un demonio, gritándole a los chicos atrás mío que pararan la música, y miraba por el retrovisor, mientras los chicos más y más se reían de el… y luego por la ventana vi como aparecía por el costado la chica del skate, bailando y cantando, con la música aún en sus oídos… y luego una vieja se acercó a la puerta de atrás, de salida, a unas dos cuadras de avanzar la micro, y empezó a tocar el timbre para parar, y el chofer le seguía gritando a los chicos de la música, pero el tipo de terno que hablaba por teléfono mas fuerte, y la chica avanzaba por la calle, y todo se volvía un caos dentro de la micro, con la vieja tocando el timbre y gritándole al chofer que parara, y un murmullo de otras viejas que cuchicheaban… y toda la micro hablando y música sonando y el chofer acelerando… ¡hasta que frenó de golpe!, y las ruedas de la micro se deslizaron unos metros, y hubo un fuerte golpe, y los pasajeros se inclinaron hacia delante por la brusquedad de la frenada.
Acto 6: Para Callar Las Voces
El silencio reinó durante unos segundos. El chofer pálido, con el sudor en la frente. El oficinista aferrado al pasamanos, despegando casi de su carne el teléfono del cual salía una voz chillona femenina. La vieja intentando mirar por la ventana. Los pasajeros atónitos sin atreverse a preguntar que había pasado. Afuera, un ritmo acelerado de una batería pop punk, una voz desgarradora, un poquito de sangre bajo las ruedas de una micro infernal, y un skate roto, con una calcomanía de calavera raspada bajo la máquina pública… |