Marga tenía veinticuatro años y estaba en el apogeo de su vida. No sólo era joven, sino que además poseía una belleza, una elegancia y un talento avasalladores. Aunque se diría que no le faltaba nada para ser feliz, Marga era profundamente desgraciada debido a que el amor, ese tierno monstruo rubio, que diría Luis Cernuda, había asaeteado su corazón con dardos certeros y envenenados, y por la herida abierta se le estaba yendo, poco a poco, la vida.
Sólo tenía Marga dos caminos para eliminar su tormento cotidiano: o bien dejaba de querer al objeto de sus males, o bien lograba que éste la quisiera. El primer camino era obviamente una quimera, un imposible. No podía concebir de ninguna de las maneras que su amor tuviera otro destino que el que tenía. Y respecto al otro camino, había sido el propio pretendido quien lo había cerrado a cal y canto. Él mismo le hizo saber que nunca podría haber entre ellos nada más que una hermosa amistad. Cualquiera que haya estado enamorado sabrá lo que duelen esas palabras: “una hermosa amistad”.
A estas alturas del relato, va siendo hora de conocer a sus protagonistas. De Marga Gil, completaremos el retrato diciendo que era una ilustradora de cuentos magnífica y una escultora absolutamente excepcional. El destinatario de su amor es mucho más conocido que ella. Se trata del insigne poeta Juan Ramón Jiménez, que por aquel entonces contaba con la respetable edad de cincuenta años. La diferencia de edad entre ambos y la condición de hombre casado de Juan Ramón hacían que la fijación amorosa de Marga Gil fuera una insensatez, una auténtica locura. La mujer de Juan Ramón, el tercer lado del triangulo amoroso, era Zenobia Camprubí, escritora, traductora e inseparable colaboradora y compañera del poeta.
A pesar de que Marga le tenía mucho cariño a Zenobia y de que odiaba la sola idea de hacerle daño, había intentado quitarle a su marido. Su pasión amorosa era más fuerte que las convenciones sociales y más fuerte que sus propios principios. El corazón de Marga era un caballo cimarrón al que no era posible embridar. No obstante, cabe preguntarse si no fue, como jugando, el propio Juan Ramón quien avivara inicialmente ese fuego, un fuego cuyas llamaradas finalmente no pudo controlar. Hay que recordar que Juan Ramón había sido en su juventud un auténtico Don Juan. Quizá ahora, en plena madurez y ayudado de su natural don para la poesía, quisiera reverdecer sus viejos triunfos amorosos, desplegando para ello su amplio abanico de piropos y cumplidos. Quizá había galanteado con ella llamándola aurora de amor y hermosura, o rosa de gracia y ternura, o luz de la estrella matutina, o quien sabe qué otra cursilería de su repertorio habitual.
El caso es que, al poco de conocerle, Marga empezó a frecuentar la casa del poeta. Habían acordado que ella realizaría dos trabajos en piedra, uno del busto de Juan Ramón y otro del de su mujer. Marga acudía cada vez con mayor frecuencia a su casa (terminó yendo a diario) y siempre que iba lo inundaba todo de vida y alegría. Su risa y buen humor eran contagiosos. Siempre llevaba algún que otro regalo para los anfitriones. Un día llevaba rosas, otro día llevaba libros, otro día frutas…
Marga empezó con el busto de Zenobia. Al cabo de unos meses, la obra estaba casi terminada. Un día, mientras daba los últimos retoques, Marga se sorprendió a si misma golpeando el cincel contra la piedra con inusitada violencia. Tanta que a punto estuvo de ocasionar un daño irreparable en la estatua. Tras el rechazo que hacía pocos días había recibido de Juan Ramón, y ensimismada en sus negrísimos pensamientos, Marga, de forma inconsciente, se ensañaba con el rostro de la mujer a la que su amor amaba. Cuando se dio cuenta de lo que hacía, se maldijo a si misma y pensó que Zenobia era una mujer encantadora y que ella no tenia ninguna culpa de su infortunio. Nadie tenía ninguna culpa de su infortunio, en realidad. Ni siquiera Juan Ramón, cuyo único delito era tener un corazón de piedra. Una piedra, eso sí, dura e indomable. Una piedra de la que nunca podría extraer nada. Una piedra que ella nunca podría labrar.
Una mañana Marga Gil se presentó en la casa de Juan Ramón Jimenez. Llevaba consigo su diario, que dejó encima de una mesita. En él se describía, con toda crudeza y detalle, el turbulento estado de ánimo que atravesaba. También estaba escrito en él que la muerte era lo único que la separaba de su amado y que, cruzado ese umbral, se reuniría con él para toda la eternidad. Pero Juan Ramón no leyó el diario. Al lado del diario, Marga dejó, envuelto en un paquete, el arma con el que pretendía quitarse la vida. Pero Juan Ramón no hizo preguntas. Se diría que Marga Gil jugaba un tétrico juego. Ella tenía la intención de quitarse de en medio, pero le daba a Juan Ramón la oportunidad de evitarlo. O, quizá, Juan Ramón sólo ejercía un papel instrumental y era su propio destino el que, a través de él, se manifestaba.
Hasta el último momento Marga Gil esperó una señal que impidiera que sus planes siguieran adelante, pero no sólo no llegó esa señal, sino que, por el contrario, Juan Ramón le recomendó que se fuera a estudiar arte a Londres o a París. Ella pensó, para sus adentros, que le haría caso y que emprendería un viaje, un viaje, eso sí, mucho más largo y del cual nunca se vuelve. Esa misma tarde, Marga Gil, tras destruir casi toda su obra, se pegó un tiro. En el hospital, ya agonizante, pudo tener, entre las suyas, las manos de Juan Ramón Jimenez.
|