Cuando el tío Enrique tenía no más de treinta años de una vida bien vivida y tranquila, le llegó a sus buenos oídos piadosos la noticia de que el mundo se iba a acabar. Eran los grandiosos 60’s y era casi imposible que estando aún el mundo en pleno desarrollo, cuando el hombre todavía no pisaba la luna, John Kennedy todavía no era asesinado y por si fuera poco Elvis Presley recién volvía del servicio militar, se viniese a acabar el mundo. Con un Chile que se preparaba para el mundial de Fútbol y que para variar, solo había clasificado por ser sede del mismo. Simplemente no podía pasar, es que para eso tendríamos que haber tenido, todos en nuestras casas, teléfonos y televisores, faltaba descubrir el post it y cuanto invento inútil con el que hoy no podemos vivir.
Como él no era ni muy creyente ni muy educado, el aviso del fin del mundo se le vino encima con el miedo y la ignorancia de la mano, pensó que se iría derechito para el infierno y como bien recordaba de sus clases de catequesis, el pecador se iba al infierno donde se lo comerían las llamas y se retorcería de dolor. Alguien le había dicho que Dios mismo iba a bajar y que nos seleccionaría, separaría el rebaño bueno del malo y el tío Enrique estaba seguro de que no era del rebaño bueno.
Tanto fue el susto que pensó por días que hacer, no quería verle la cara a Dios y que él mismo le dijera las cosas malas por las que se iba al infierno. Finalmente y después de mucho pensarlo, se le ocurrió que si tomaba hasta borrarse simplemente no estaría conciente a la hora del juicio. Nadie sabe que pensó, pero se tomo cuanta botella encontró y cuando por fin despertó de la borrachera, había pasado alrededor de una semana, se había gastado casi cien mil pesos en vino, no le quedaba cobre alguno para el resto del mes y lo que era peor no se había acabado el mundo. Desde ahí, que la botella fue su mejor herramienta de defensa ante cualquier catástrofe nacional o internacional, al fin estar conciente para el fin del mundo solo significaba una cosa que le caía de cajón en la cabeza, rendirle cuentas a Dios no era algo que se le hiciera tan fácil y no quería averiguarlo tampoco.
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