En lo más profundo de América profunda
Hace unos meses, Benito hubiera jurado que nunca había estado en Nevada (U.S.A.). Lo hubiera afirmado con tal contundencia, que no habría generado ningún tipo de dudas, y más teniendo en cuenta que en toda su vida no había traspasado las fronteras que delimitaban su comunidad autónoma, hecho que podría parecer exagerado en una época en la que viajar a cualquier capital europea podía llegar a costarle lo mismo que tomar un desayuno en el bar de la esquina de casa; pero lo cierto era que Benito nunca lo había necesitado.
Benito creía estar satisfecho con su vida. Quizá lo creyera porque nunca se lo había preguntado. Tenía un trabajo medianamente mediocre, vivía en un piso medianamente decente, en una ciudad medianamente mediana. No se había casado ni tenía hijos. Existía, sin embargo, un aspecto de su persona que no soportaba: su nombre, Benito.
Siempre le había parecido un nombre ridículo y, en cierta manera, sentía que no le pertenecía. Aquella peculiar disonancia se había manifestado cuando tan sólo era un niño. La primera palabra que le enseñaron a escribir fue la de Benito y, al observarla, notó que aquel puñado de grafías amorfas no tenían nada que ver con él. Se trataba de una sensación parecida a la que experimentó cuando su profesora se empañó en hacerle creer que las casas flotaban sobre una línea de césped, y tenían un tejado rojo con una chimenea que humeaba nubes y una ventanita redonda en mitad de la fachada. Benito nunca había visto una casa así. Vivía en el entresuelo de un edificio de piel negruzca, rematado, no por un trapecio pintado en témpera carmín, sino por un terrado donde el gris del cielo se recortaba por un sembrado de antenas secas. Y así se veía a sí mismo él, como la casita del tejado rojo; su nombre, Benito, no era más que el entresuelo.
Para él, el nombre Benito era el idóneo para el tonto del pueblo, para el protagonista de un chiste o para bautizar a un gato o a un periquito. Intentaba otorgar a su nombre una falsa solemnidad empleando un tono de voz exageradamente grave, pero el resultado era del todo estéril: era un nombre que llevaba intrínseco el menosprecio del diminutivo. Indudablemente, llamar a un hijo Benito era condenarle a no ser nada en la vida. Existían ciertamente excepciones, como Benito Pérez Galdós o Benito Mussolini, pero él, Benito Sánchez Robles, no poseía ni talento literario ni don de gentes.
Nevada es un buen sitio para perderse, quizá incluso para desaparecer. Eso es lo que piensa el hombre que está apoyado en el capó de un viejo Mustang. El coche está aparcado a un lado de la cuneta de la US50. Alguien lo abandonó hace tiempo. Fue una noche en la que el Mustang se negó a arrancar. Al igual que el hombre que ahora está apoyado sobre él, el Mustang pensó que aquella desolada carretera era el lugar idóneo para dejar de ser.
Su dueño, no el hombre apoyado sobre él, sino su verdadero dueño, aquél con el que compartió los mejores años de su vida, no ha vuelto a aparecer. Al igual que el primer encuentro (de pronto el mundo ralentizado, la síntesis del gesto en una mano, en el ademán preciso de sus dedos al coger un cigarrillo), la despedida permanece siempre, borrando todo lo que quedó suspendido entre los dos encuentros, de tal modo que el recuerdo empieza el día en que se conocieron y acaba la noche en la que uno de ellos se fue a comprar tabaco (en este caso gasolina).
Benito aún no sabe que si quiere perderse, quizá incluso desparecer, el mejor sitio para hacerlo es en un punto de la interestatal US50.
Nevada se topó con la vida de Benito una tarde de principios de octubre. Benito no recuerda el día exacto, aunque piensa que sería bueno retener un dato de ese tipo —claro que en aquel momento todo resultaba demasiado ordinario, demasiado indiferente para pedir cuentas a la memoria—. Se dirigía a algún lugar; ahora ya no puede recordar a dónde. En mitad de la Plaza Real, mientras su vista recorría de soslayo cada ventana del tercer piso del edificio que quedaba a su izquierda (era allí donde vivía su ex novia, y Benito tenía la estúpida idea de que, cada vez que él pasaba por la plaza, los ojos de Teresa estarían escondidos tras las cortinas caladas del comedor, o entre los huecos de la persiana de la habitación de sus padres, o tras los cristales velados de la cocina), se escuchó la voz de una mujer que gritaba su nombre ¡Benito! Fueron dos los sentimientos que le invadieron: su consabida vergüenza hacia su nombre y la emoción de que pudiera ser Teresa (no en vano aquella mañana había escogido, de modo apenas consciente, vestirse con la camisa preferida de su ex novia, de cuadros granates, al prever que pasaría por delante de cada una de las ventanas de aquel tercer piso).
Pero no se trataba de Teresa. Incorporándose de un banco que estaba a escasos metros de la posición de Benito, apareció una mujer de su edad; destacaba especialmente por una melena ramificada en graciosos bucles castaños.
—Benito —volvió a repetir plantándose frente a él —¿Así que ya has vuelto?
Benito se fijó bien en ella. Tenía unos oscuros ojos rasgados y una nariz de semblante judío. Benito hubiera pensado que se había equivocado, pero el hecho que le llamara precisamente por su nombre, Benito, dejaba poco margen al error. Era un nombre poco frecuente, al menos Benito no conocía a nadie que compartiera la desgracia de llamarse como él.
—¡Qué pequeño es el mundo! —continuó ella sin percatarse del desconcierto de Benito.
—Perdone, creo que se confunde de persona —se atrevió por fin a aclarar él.
—¿Estás de broma?
La mirada de Benito se entretuvo en sus manos, agarraban un cigarrillo que de vez en cuando se acercaba hasta rozar sus labios, presos por un instante por un gesto demasiado parecido a un beso, y eso le hizo recordar a Teresa, en la manera que tenía ella de expulsar el humo, en bocanadas pausadas, parsimoniosas, como si no quisieran abandonar su boca. Entonces, guiado por un infantil impulso, se figuró que aquella mujer que le había llamado era amiga de Teresa. Imaginó otras tardes, reunidas las dos, esperando a que Benito, el ex novio (erróneamente) abandonado, pasara por delante de la ventana del comedor, o de la habitación de los padres de Teresa o por la cocina de cristales velados. Vio claramente como aquella misma tarde Teresa le habría pedido a su amiga que bajara, que lo llamara, que le diera alguna excusa para que se pudieran encontrar de nuevo.
—¿De qué me conoces? —le preguntó Benito albergando la esperanza de que por fin se descubriera el juego.
—Venga ya… Eres Benito Sánchez Robles, íbamos juntos al colegio.
Aquella frase se llevó de pronto toda esa vida futura (el reencuentro, las caricias, los enfados, las reconciliaciones, los niños, el retiro compartido) que ya nunca les pertenecería. Viró su mirada hacia las ventanas cerradas de la casa de Teresa y pensó que quizá ella ya no viviera allí, al fin y al cabo era la casa de sus padres. Seguramente, Teresa estuviera en su propia casa, compartiendo con otro las caricias y los enfados.
Desvió de nuevo la vista hacia la mujer que estaba frente a él, y entonces la recordó. Era Helena Mateos, habían compartido clase durante toda la primaria.
—Claro, tienes el mismo pelo.
—Eso mismo me dijiste este verano —dijo ella mientras tiraba el cigarrillo al suelo.
—¿Este verano? No te entiendo.
—Joder Benito, no te quedes conmigo.
—No, de verdad, no lo recuerdo.
—No puede ser… Fue tan… chocante. No puedes haberlo olvidado.
Decidieron continuar la conversación en la terraza de un bar ubicada en un lateral de la plaza. Helena le explicó que trabajaba para una importante agencia de publicidad, como localizadora. Se dedicaba a encontrar los escenarios idóneos para cada determinado tipo de anuncio (ella al relatarlo utilizó el término spot, pero Benito supuso que era exactamente lo mismo). Entonces le soltó toda la historia, la que hacía referencia a él, cómo aquel verano lo había encontrado en una carretera perdida en mitad de Nevada. Benito la interrumpió, todo lo que le estaba diciendo no tenía ningún sentido, él no se había movido en todo el verano (en dos ocasiones había ido a la capital, cosa que no suponía absolutamente nada). Benito admitió que sólo podía tratarse de un error, seguramente se había topado con un tipo que le recordaba a él y así se lo dijo a Helena. Ella como respuesta le pidió que por favor le acompañara a la agencia donde trabajaba.
Una vez allí, Helena le enseñó unas fotografías. En ellas aparecía un tipo idéntico a él apoyado en el capó de un coche que daba la impresión de estar abandonado. De fondo, enmarcado sus figuras, aparecía el escenario árido de un desierto. Lo único que se le ocurrió a Benito en ese momento era que todo se trataba de un montaje. Helena había recortado su silueta y la había sobrepuesto en aquel fondo; pero desconocía el motivo por el cual ella se había tomado la molestia de realizar aquella broma. No se veían desde hacía años, no había nada que les uniese, nada que explicase que justo él fuera el objeto de aquella especie de juego. Entonces Helena le explicó con más detalle cómo tuvo lugar el supuesto encuentro.
Le habían encargado las localizaciones para el spot de un coche. La acción transcurría en una carretera perdida en mitad de un desierto. Había leído en una ocasión que la carretera que atravesaba el desierto de Nevada y que unía las localidades de Carson City y Ely era la carretera más solitaria de Norteamérica. Acordaron que un equipo reducido viajaría hasta allí para inspeccionar el terreno in situ. Hacía dos días que frecuentaban la zona, cuando Helena se topó con un hombre que parecía ser un antiguo compañero de escuela, Benito. Al principio no lo reconoció. Estaba ella junto a un compañero en la cafetería de una gasolinera. No había nada más en Kilómetros a la redonda, sólo aquel viejo recinto regentado por un tipo que hacía juego con la rancia decoración del local. Mientras tomaban el café, se escuchó el tintineo de unas campanitas colocadas en lo alto de la puerta de entrada. Helena volteó la cabeza hacia la puerta y apareció por ella un hombre con camisa de cuadros granates que se aproximó hasta la barra. Helena, con tono jocoso, le comentó a su compañero que aquello parecía una película del oeste, y el tipo que acababa de entrar era el forastero que de repente irrumpe en el saloon, sólo que aquella gasolinera carecía de las típicas puertas abatibles y en aquel caso los único forasteros eran precisamente ellos.
—Hey Benito —pronunció el dueño del establecimiento.
Helena se quedó unos momentos parada. Le pareció curioso que el hombre de la camisa a cuadros se llamara Benito; tenía pinta de Bob o George, o cualquier nombre yanqui, pero llamarse Benito… Entonces recordó que sólo había conocido a un Benito en su vida. Benito Sánchez Robles. Se acordaba del nombre completo porque habían ido juntos a la escuela, y allí los apellidos estaban siempre unidos al nombre; para los demás alumnos, ella no era Helena, era Helena Mateos, y Raquel no era Raquel, sino Raquel Nogales y Benito no era… bueno, pensó, Benito siempre fue Benito, sin necesidad del Sánchez.
—No te lo vas a creer —le dijo a su compañero tras escrutar con minuciosidad los rasgos de aquel hombre —el tipo ese de ahí es idéntico a un niño que iba a mi escuela. Incluso se llama como él, Benito.
Antes que pudiera contestarle, Helena se levantó y se encaminó hacia la barra.
—Perdona, no te llamarás por casualidad Benito Sánchez.
El hombre de la camisa a cuadros se giró del taburete y, manifestando cierto asombro, asintió con la cabeza.
—¿Nos conocemos?
—Íbamos juntos a la misma escuela. Soy Helena Mateos.
—Claro —respondió él —, tienes el mismo pelo.
En un costado de la US50, un hombre avanza arrastrando ligeramente los pies. Una pequeña nube de polvo finísimo le acompaña a cada paso. Se trata de Benito, el hombre que hasta ese momento nunca había traspasado las fronteras que delimitaban su comunidad autónoma. Hace tan sólo unas horas que ha aterrizado en Nevada. Mientras avanza por la desolación del paisaje, empieza a sospechar que aquel sitio es el lugar idóneo para perderse, quizá incluso para desaparecer. Lleva en su maleta una fotografía en la que sale retratado junto a un viejo Mustang que no ha visto en su vida. Una antigua compañera de colegio, Helena Mateos, se la tomó en un viaje que hizo por aquellas tierras. Cada vez que mira aquella imagen, nota como poco a poco la vida que hasta entonces le ha pertenecido se vuelve más extraña, como si no se reconociera en ella.
A unos metros divisa un bulto oscuro en la cuneta. A medida que se va acercando aprecia que es un coche. Un viejo Mustang que parece abandonado. Lo primero que hace Benito al llegar es apoyarse en el capó. Pasan las horas, pero permanece inmóvil, hasta que de pronto se incorpora y reemprende su marcha. Camina unos cuantos Kilómetros acompañado únicamente por el viento, que silba con acento extranjero. Llega a una gasolinera y se dirige hacia la puerta de la cafetería. Al abrirla se escucha el tintineo de unas campanitas. En ese momento se siente como el protagonista de una película del Oeste, se ve a sí mismo como el forastero que irrumpe de pronto en el saloon. Se acerca hasta la barra y pide una cerveza al camarero, un tipo viejo que hace juego con la rancia decoración del local.
—¿Así que ya has vuelto? —le dice de pronto el viejo.
Benito está a punto de decirle que quizá se confunde de persona, pero opta por callarse.
—Quién me iba a decir a mí que nos encontraríamos en España… Si ya lo dicen, el mundo es un pañuelo. Ah, por cierto, ya revelé las fotos.
Apoyado en una estantería, detrás de una botella de Jack Daniel’s, hay un sobre. El viejo lo abre y rebusca en su interior. No tarda mucho en encontrar la fotografía. La toma y se la tiende a Benito. En ella aparece él, plantado en mitad de una plaza (Plaza Real indica el dorso) que no ha visto en su vida.
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