En la peluquería de don Alfonso sólo hay espacio para un cliente a la vez, pero es tan conocida y don Alfonso es tan ágil, que a ellos no les importa esperar en cualquiera de las siete sillas dispuestas en la sala a que llegue su turno, que por lo general no demora mucho aunque todas se encuentren ocupadas.
Pero en una ocasión, cuando Gabriel, un muchacho de esos que no demuestran tener mucho fondo en sus comentarios (pues los van liberando sin dedicar una centésima de segundo a analizarlos) entró en la sala, sólo encontró un cliente ya sentado en la silla donde don Alfonso empezaba a trabajar en un cabello largo y un tanto desordenado. Como la de don Alfonso era una de esas peluquerías tradicionales, por donde pasaban hasta tres y más generaciones de una misma familia y donde por lo general se conocían entre clientes y peluquero, no pasaron más de cuatro minutos antes de que los tres empezaran a conversar. Don Alfonso conocía a Gabriel y a Simón, el joven al que seguía pasando el peine, las tijeras y la cuchilla; pero al parecer, aunque no tardaron en romper el hielo, los dos muchachos se acababan de conocer.
Por medio de esas vueltas y giros inesperados que suelen dar las conversaciones informales, los tres presentes tocaron el tema de los deportes. Gabriel era admirador innato de las carreras de automóviles, a pesar de que lo único que conducía era el vehiculo de sus padres, su bicicleta y de vez en cuando unos “karts” en los que gastaba sus escasos ingresos de estudiante. Simón resultó ser no solo amante, sino practicante de baloncesto; lo cual resultaba admirable debido a la poca estatura que demostraba desde la silla. Don Alfonso llevaba muchos años sin ejecutar deporte alguno, pues el trabajo y la edad lo limitaban, pero en sus “buenas épocas” llegó a ser uno de los mejores futbolistas de su barrio y colegio. Al principio de la charla los tres opinaban por igual, pero a medida que esta progresaba, don Alfonso se concentraba en su trabajo con el ánimo de acabar pronto, mientras Simón y Juan Pablo discutían sobre las ventajas de su respectivo deporte:
-“El baloncesto es un deporte eficiente, desarrolla tanto el cuerpo como la agilidad mental”- argumentaba Simón.
-“¡En las carreras automovilísticas también!, aparte de la agilidad mental requerida para tomar decisiones rápidas, los pilotos pasan mucho tiempo preparándose físicamente para resistir la inercia en la cabina, así como el desgaste y la deshidratación. También deben tener fuertes brazos para controlar el volante…”- contestaba Juan Pablo apasionado.
-“Es cierto…”- continuaba Simón –“…pero me resultan más interesantes los deportes de equipo. En las carreras de autos se ha descuidado ese aspecto”.
-“Tienes razón. Pero en teoría las carreras se deberían desarrollar con cooperación de equipo. El verdadero equipo en este deporte está en el inmenso grupo de mecánicos, técnicos, ayudantes y patrocinadores presentes detrás de cada escudería”.
-“Ajá…lo bueno del baloncesto y de otros deportes similares es que uno interactúa directamente con el equipo en iguales condiciones”.
-“Pues sí…total, son deportes distintos”.
-“Además el baloncesto es un deporte asequible, económicamente hablando”.
-“Tal vez…”- respondió Gabriel algo irritado ya por la terquedad de su interlocutor.
-“Y lo que más me gusta del baloncesto es que cualquier persona lo puede practicar…”
-“Sí. Pero definitivamente, si yo pudiera, pasaría el resto de mi vida sobre uno de esos aparatos con ruedas”- remató Gabriel, dando señas de no querer discutir más.
En este punto Simón hizo un largo silencio, don Alfonso frenó en seco su labor y lanzó una mirada de exagerada sorpresa a Gabriel, quien ahora desde su asiento alargaba el brazo para alcanzar una revista. Finalmente Simón murmuró:
-“Yo no estaría tan seguro…”
Minutos antes de que don Alfonso terminara la labor en su cabeza, Simón sacó con cierta dificultad un teléfono móvil de su bolsillo y marcó un número, sin esperar a que le contestaran. Cuando don Alfonso hubo terminado del todo, Simón pagó por el servicio y se entretuvo unos minutos más mirándose el espejo mientras Gabriel dejaba la revista y se incorporaba para ocupar la silla que Simón parecía negarse a abandonar. Fueron unos minutos tensos, pues Simón no mostraba intenciones de dejar la silla y Gabriel empezaba a pensar que lo hacía a propósito con la intención de irritarlo más. De pronto frenó un automóvil justo frente de la puerta del establecimiento. La mujer que conducía se apeó y saludó a don Alfonso mientras se dirigía a la cajuela del vehiculo, hacia donde don Alfonso se dirigió también, con el ánimo de ayudar a sacar de allí algo pesado; mientras Gabriel, de pié y mostrando evidentes signos de impaciencia, observaba la operación. De repente Gabriel comprendió todo mientras repasaba fugazmente lo que había dicho y deseaba retroceder el tiempo y empezar su charla de nuevo con Simón, al que de un momento a otro sentía que apreciaba.
Mientras tanto, Simón se despedía de su nuevo amigo con amabilidad, al tiempo que su madre y don Alfonso le acercaban la silla de ruedas que habían extraído de la cajuela del automóvil, para luego entre los dos ayudarlo a subir en ella.
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