Lola se siente sola
Lola (solamente Lola, Lola sola) sentada en un café. Lola paseando por la rambla (sola) atestada, la rambla, de gente (Lola siempre sola). Lola descubriendo la ciudad (tan bulliciosa, tan fría, tan anónima como Lola). Lola y los transeúntes que nunca la miran (la transparencia de Lola), el recuerdo de aquellos «Buenos días, Lola», «Qué tal, Lola», «Qué guapa te ves hoy, Lola» (la añoranza de Lola). Mesa reservada para uno, un único ticket para el cine, el sofá de una sola plaza, la cama individual. Y en todo Lola, que se siente sola. Ya se lo advirtieron, pero ella no quiso escucharles (Lola testadura y orgullosa). «¿Es que no estás bien en el pueblo?» «Si es que siempre has sido muy cabezona, Lola» «Y dime ¿Qué diablos se te ha perdido allí? Si no conoces a nadie…» «¿No te sentirás muy sola, Lola?».
Y Lola hubiera querido gritarles (a todos, incluso aquéllos que callaban): ¡Me ahogáis! Me ahoga este pueblo, estas cuatro calles y estas cuatro casas, los cuatro vecinos, con sus cuatro bares y sus cuatro gatos. Pero Lola no dijo nada, prefirió callar, para no herir a nadie. Sabía que lo decían sin mala intención, sólo querían advertirle de los peligros de la ciudad (eso fue lo que pensó Lola, pero desconocía que no se referían a los riegos que escondía la ciudad misma, sino a todo aquello que despertaría en Lola el completo anonimato, la absoluta soledad).
Lola se dio cuenta el primer día que llegó, pero se negó a aceptarlo, no estaba dispuesta a rendirse tan pronto. Ahora, un mes más tarde, Lola piensa que quizá ha llegado el momento de admitir que se ha estado equivocando. Al igual que los primeros días, está sentada sola (Lola siempre sola) en la mesa más arrinconada de la cafetería. Ha escogido la silla que está encarada hacia la pared, para no verse a sí misma entre los grupos y las parejas, que no hacen otra cosa que repetirle, con su indiferencia, con la complicidad de sus miradas, con sus conversaciones a media voz, con sus silencios (tan distintos a su silencio), con sus gritos, con sus risas… lo sola, lo sumamente sola, que está ella allí, sentada en la mesa más apartada de la cafetería, mirando hacia la pared.
Lola, hasta que llegó a aquella ciudad, se había considerado una persona sociable y extrovertida. Resultaba tan fácil pararse a hablar con cualquiera del pueblo «Qué, Dolores ¿cómo va esa pierna?», «Enhorabuena, Justa, ya me he enterado de lo de la niña», «Lo siento, Francisco, ya me han dicho lo de su hermano…» Allí, rememora Lola, cada uno conocía la vida del otro, como una lección aprendida a base de repetirla; y siempre había temas con los que iniciar las charlas, que devenían de un hecho a otro, de una desgracia a otra, de un cuchicheo a otro, de un vecino a otro, hasta dar toda la vuelta y empezar de nuevo. Y, precisamente, lo que había intentado Lola era huir de ese reducto de vida centrado exclusivamente en aquel pueblo, en aquellas conversaciones que sólo hablaban de los cuatro vecinos que habitaban aquellas cuatro casas de aquellas cuatro calles. Sin embargo, la ciudad (pensó Lola), con sus miles de habitantes y edificios, ofrecía un sinfín de argumentos y estímulos, que la protegerían de una vez por todas de caer en los mismos fisgoneos de siempre.
Lola se levanta y se encamina hacia la barra. Cuando el camarero le tiende el ticket, Lola se muere por preguntarle por su espalda cansada, o por qué la otra tarde discutió con la cocinera, o si es su amante la mujer que todos los viernes le espera en la esquina a la hora del cierre… pero Lola piensa que esas preguntas sólo están reservadas a aquellos clientes que llevan años frecuentando el local, acaso toda su vida. Lola piensa que quizá si se apuntara a un curso de meditación oriental (de esos que se anuncian en todas las paredes de su barrio), o si pidiera trabajo en el café del que acaba de salir (Lola trabaja en casa haciendo bisuterías y abalorios), le resultaría más fácil introducirse en algún grupito de gente, de esos que observa con envidia mientras camina (siempre sola) a lo largo de la rambla. Recuerda, con cierto patetismo, las veces que ha intentado intimidar con alguien. Aquella vez, con la frutera del mercado, que no para ni un momento de hablar (y que tiene la facultad de convertir aquel recinto, con sus cuatro paradas y sus cuatro tenderos, en un trasunto de su propio pueblo); o con el repartidor de correo comercial que todos los mediodías le fastidia la siesta; o el representante de comida congelada a domicilio; o aquella vez que salió del cine y se encontró de pronto inmersa en un grupo que opinaba justamente lo mismo que ella había pensado acerca de la película (y se dijo Lola para sí: ya está, los he encontrado, con mis mismos gustos y afinidades), pero ellos la miraron con recelo, qué hace entre nosotros esa extraña a la que nadie a invitado a participar. Y de esa manera se acostumbró Lola a habitar en aquella ciudad, interiorizando los comentarios y las opiniones, incluso las largas charlas, que sólo ella rebatía.
Llega arrastrándose la noche por la calle desierta, colándose en su cuarto, acentuando (si cabe) la insufrible soledad de su vida. Es por eso que Lola abandona la casa y se encamina hacia el casco antiguo. Necesita perderse entre el bullicio, olvidarse, ni siquiera por un momento, del aislamiento que siempre le acompaña, vaya donde vaya. Mantiene la esperanza de extraviarlo de pronto por alguna calleja, o despistarlo al doblar una esquina, o toparse con alguien que realmente ame estar solo y regalárselo sin pedir nada a cambio. Entra en una taberna y se sienta en la mesa más apartada. Al poco tiempo, el lugar empieza a llenarse de gente que poco a poco la va cercando «Disculpa ¿Está libre este taburete?» Lola asiente. «¿Puedo cogerlo?» Lola asiento de nuevo. Cada vez que alguien coge un taburete, Lola se siente más sola, hasta que sólo queda uno. «¿Está ocupado?» Es entonces que Lola dice que sí, que espera a alguien. Pasan los minutos y Lola empieza a inquietarse. ¿Dónde se habrá metido? Se encuentra pensando de pronto. Sin darse cuenta, mira hacia la entrada, escrutando a todo aquel que entra, esperando que al fin llegue la persona que ha de ocupar el único taburete que queda a su lado. A la segunda copa, Lola decide llamar por teléfono. Marca un número y espera a que alguien le conteste. ¿Qué margen de tiempo le ha de dar? Cinco, diez tonos… ¿Dónde estás? Sí, ya estoy aquí… Pero ¿No habíamos quedado a las once?... Ah, entendí mal… Muy bien, te espero…
Lola deja el móvil encima de la mesa, a la vista, para que todos puedan apreciar la conversación que aún fluye por el aire, emanando del auricular del teléfono. Y que no está tan sola como aparenta, que simplemente se ha confundido de hora.
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