Régimen de visitas
En la esquina donde se abrazan
Travessera de Gràcia con Torrent de l’Olla
hay una pastelería donde hacen
los mejores cruasanes de Barcelona.
Durante diez años, he pasado
todas las tardes
por su viejo escaparate tintado de ocre.
Mi casa está dos portales más abajo,
un tercer piso, 80 metros cuadrados y un balcón
con ínfulas de aire andaluz.
Allí, bajo los geranios, hay una bicicleta color rosa
que aguarda paciente los domingos con sol
y el torpe pedalear de mis dos hijas.
A Helena, la pequeña,
le gustan los cruasanes de chocolate,
y chupa sus puntas barnizadas
y juega a ser mujer
con su boquita pintada de marrón.
Raquel, que es todo dulzura,
prefiere, sin embargo,
el sabor intenso de la sobrasada.
Hoy,
observando desde la ventanilla de mi coche
el pequeño universo
de bombones, pastitas de té,
tocinillos de cielo,
bolitas de coco y frutas confitadas,
me he dado cuenta que ha vuelto a ocurrir.
Media ciudad separa mi puesto de trabajo
y ese tercer piso y ese balcón
y esos geranios, y ese callado acento andaluz.
Decenas de calles, y de cruces,
de portales y balcones, de pastelerías
y microcosmos de chocolate
en los expositores.
Cruzar un océano de coches y transeúntes
hasta llegar a casa —nada especial,
un tercer piso, ochenta metros cuadrados
y una bicicleta color rosa—.
Hoy,
de nuevo, al llegar a la esquina donde se abrazan
Travessera de Gràcia con Torrent de l’Olla,
he tenido que retroceder mis pasos,
cruzar de nuevo media ciudad,
volver a recorrer las decenas de calles y de cruces.
Y odiarte un poco.
Porque ya es la segunda vez que me ocurre
esta semana.
Dime,
cuánto tiempo es necesario,
tras diez años de pasar
todas las tardes
por un viejo escaparate tintado de ocre,
para poder olvidar que mi casa
ya no se encuentra dos portales más abajo.
Y tener que conformarme
con dos cruasanes —sobrasada y chocolate—
un fin de semana
cada quince días.
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