Cuestión de parentesco
La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida, ay, ay, afirma una canción. Uno puede aplicarse el estribillo y rememorar ciertos momentos de su existencia, en los que, efectivamente, la vida te sorprende de pronto con algo que no habías previsto. La sorpresa puede venir vestida de luto o bien de fiesta, a veces incluso desnuda; con carácter urgente, explosiva como fuegos de artificio, o tozuda e insistente como una niña; en ocasiones, puede ser incluso letal; aunque puede darse el caso que se presente tímida y discreta, con lo que corre el riesgo de pasar inadvertida y deje de ser sorpresa.
En mi caso, la mayor sorpresa de mi vida irrumpió la mañana de un lunes, y el mediador no fue otro que el espejo de mi cuarto de baño. Solía levantarme alrededor de las siete de la mañana (es una forma de expresarse, porque si fuera más preciso podría detallar que lo hacía a las 6:53, hora en la que ponía el despertador) y, sin ser consciente de que la vida pudiera tratarse de otra cosa, me adentraba en el pasillo hasta llegar al lavabo, donde, todavía a oscuras, meaba, deteniéndome unos segundos, con los ojos cerrados, en un intento de exprimir los últimos segundos placenteros de la mañana (sin contar el sabor del café que me esperaba a las 7:45 en la cantina de la fábrica o la sonrisa de la encargada de la zona de empaquetamiento, hecho que se produciría alrededor de la 13:05, momento en que cruzaba su departamento para ir a comer). Pero aquella mañana, después de mear, justo al plantarme junto a la pica para lavarme las manos, me encontré reflejado en el espejo a un extraño (así se me figuró entonces). Mi primera reacción fue volverme bruscamente hacia atrás. En realidad fue un acto reflejo del todo incoherente, ya que entre mi espalda y la pared apenas había un espacio de escasos centímetros. El lavabo estaba en penumbra, la tímida luz de la mañana apenas se filtraba desde la pequeña ventana que daba al tragaluz, así que di al interruptor y, al mirar de nuevo hacia el espejo, no hallé mi cara soñolienta, ni tampoco la de un extraño, sino que, inexplicablemente, me encontré con la cara de mi cuñado Manolo, mirándome, con un gesto tan sorprendido como el mío. Al principio pensé ¿Qué coño hace Manolo encerrado en el espejo de mi lavabo? Luego, me di cuenta que no era mi cuñado el que estaba en el espejo, sino que mi cuerpo había adoptado su forma.
Me quedé allí plantado un buen rato. Al igual que si estuviera preso en una mala comedia, de vez en cuando alzaba un brazo, de improviso, o hacía una mueca con la cara, para comprobar si realmente se trataba de mi propio reflejo. Me daba miedo mirar mis manos (o mis brazos, o mi barriga, o todo lo quedaba más abajo) y descubrir que, efectivamente, no eran las mías. Al fin me atreví; desvié la vista hacia mi mano derecha. Los dedos aparecieron cortos y rollizos, como pequeños embutidos empalmados a una mano cubierta por un abundante vello oscuro. Desde luego, no se trataba de mi mano. Mis dedos, mis verdaderos dedos, eran finos y largos (como los de un pianista, solían decirme de niño, en aquel tiempo en el que el futuro era una lotería casi segura, donde sólo existían primeros premios: pianista, astronauta, futbolista, cantante, piloto de fórmula uno; luego no quedaba otro remedio que aceptar que la vida no es más que una rifa de feria, donde sólo aguardan los premios de consolación).
Abandoné el cuarto de baño. Era todo tan absurdo que pensé que todavía estaba soñando. Me encaminé hacia mi habitación, albergando la posibilidad de que todavía estuviera allí, mi cuerpo de finos dedos de pianista, de poca estatura (apenas sobrepasaba el metro sesenta), durmiendo plácidamente. Pero al acercarme hasta la cama comprobé que, bajo las sábanas revueltas, no había nadie. Que no estuviera Lucía, mi mujer, tenía una explicación completamente lógica, hacía dos días se había marchado a su pueblo natal a cuidar a su madre enferma, que no estuviera yo (no en la cama, ni en la habitación, sino conteniendo aquello que todavía quedaba de mí) se escapaba de toda razón. Siempre duermo desnudo, salvo los calzoncillos y los calcetines, así que me dispuse a comprobar si efectivamente los continuaba llevando, y así era; permanecían allí, los boxers blancos con el pequeño motivo geométrico de un azul pálido y los calcetines ribeteados por una franja granate, sin embargo mi cuerpo se había esfumado, suplantado ahora por la fornida figura de mi cuñado Manolo. Me senté en el borde de la cama, si al menos estuviese Lucía. Entonces reparé que quizá el problema lo tenía yo, quizá mi cuerpo continuaba estando donde siempre y había sido mi mente la que había creado aquella especie de alucinación. Me vestí con lo que primero que me ofreció el armario, unos pantalones de pinza que me venían cortos y una camisa que no logré abotonar equilibradamente, igualmente estrecha. Salí de la casa y me planté en la puerta de mis vecinos de rellano. Tuve que insistir varias veces hasta que al final me abrieron. Apareció mi vecina envuelta en una bata y un rostro cuarteado por las sábanas.
—¿Cree que es normal llamar a estas horas? Espero que sea algo importante —me increpó en tono grave, muy alejado al propio de su voz risueña y un poco infantil.
—Perdona Menchu… No sabía a quién acudir.
—Disculpe, no creo conocerle.
—Pero si soy Antonio, su vecino.
Como respuesta obtuve un portazo. Volví a llamar, esta vez con los nudillos, pero desde el otro lado de la puerta Menchu amenazó con llamar a la policía. No quise crear más problemas y abandoné el rellano. Empecé a ser consciente de la gravedad de la situación, descartada la posibilidad de que se tratara de un sueño o una alucinación, sólo cabía admitir que estaba inmerso en el mayor sinsentido que pudiera uno imaginarse.
Tenía que ir a casa de mi cuñado Manolo; si todo respondía a una especie de desajuste, mi cuerpo a esas horas estaría precisamente allí, acostado junto a Isabel, la hermana de Lucía. Llegué antes de las ocho, justo en ese momento me correspondería fichar en la fábrica (quizá hubiese sido mejor abandonarme a la rutina, engañarme por unos instantes y creer que todo seguía igual; quizá al volver a casa, o al irme a la cama, o al levantarme al día siguiente, podría reconocerme de nuevo ante el espejo).
Manolo e Isabel vivían en un apartamento en las afueras, una de esas casas unifamiliares que se erigen idénticas unas a otras, con su rectángulo de césped (siempre) recién cortado, que amortiguaba con su perfección casi sintética el verdadero fracaso de sus vidas. Vino a abrirme Isabel.
—Después de volver a estas horas, ya podrías llevar llaves —pronunció ella casi sin enfado; ni siquiera me miró, sus ojos ojerosos esquivaron mi mirada y, dando media vuelta, se alejó con paso cansado, como si estuviera harta de recorrer esa misma distancia que unía el jardín con la casa.
Yo la seguí sin mediar palabra. Una vez dentro, observé cómo Isabel se aproximaba a la cocina y se preparaba un café; no me ofreció ninguna taza.
—Isabel… —dije sin saber cómo continuar.
—Estás ridículo con esa ropa.
Al parecer, no iban muy bien las cosas entre Isabel y Manolo; después de haberlos envidiado tanto: «… y la casa que se han comprado, con jardín y todo», «Y Manolo siempre tan atento» «Y el césped siempre recién cortado», «Y el cochazo», «Y la tele de treinta mil pulgadas» «E Isabel siempre con modelito nuevo», «Y los tres mil quinientos euros que gana Manolo». Y otra vez la casa, el coche y el césped (siempre) recién cortado.
Hice caso a Isabel y me encaminé hacia el cuarto de baño. En un lateral de la pared, había un espejo de cuerpo entero. Me encaré a él como quien tiene que batirse en duelo e, inesperadamente, una vez plantado ante mi falso reflejo, me eché a reír. Realmente, mi ropa le quedaba pequeña y ridícula, parecía un hombretón vestido con un traje de niño. Me observé detenidamente, el cabello azabache y frondoso (en lugar de mi coronilla camuflada torpemente); un imponente bigote con los extremos en punta, inclinados hacia arriba, a modo de marqués o jefe de brigada; sin embargo, la mirada restaba solemnidad al rostro, de ojos pequeños y un poco bizcos. No era guapo, constaté con cierta resignación, puestos a cambiar de cuerpo podrían haber escogido el de mi primo Alberto, joven, atlético y con su rostro delicado, de esos que tanto gusta a las mujeres.
Decidí que lo mejor que podía hacer era cambiarme de ropa. No recordaba muy bien dónde estaba la habitación de matrimonio, así que fui abriendo puertas y comprobando habitaciones, a ver si de paso daba con mi antiguo cuerpo, pensé (aunque a esas alturas, apenas albergaba una mínima esperanza de encontrarlo). Al fin hallé la habitación. Era espaciosa, con una cama en el centro que se me antojó inmensa. En ese momento, se abrió la puerta del baño y apareció Isabel.
—¿Qué buscas en mi cuarto? —me preguntó y me pareció que el gesto del “mi” pretendía eternizarse en sus labios.
—Perdona, sólo buscaba algo de ropa.
—Ya —contestó ella con tono irónico, sin ni siquiera mirarme; dio media vuelta, como había hecho en el jardín, encaminándose hacia la cama, con paso cansado, como si estuviera harta de recorrer esa misma distancia que unía el lavabo con su lecho deshabitado y deshecho.
Abandoné la habitación y me dirigí a otra que estaba justo en frente; había entrado antes en ella y, tras comprobar que el matrimonio dormía en camas separadas (y no tan sólo por un vacío de escasos centímetros), deduje que aquel cuarto que había hallado preparado (la pareja no tenía hijos) debía de ser el de él. Abrí el armario y me encontré una hilera de camisas pulcramente planchas, todas en tonos oscuros. Me sorprendía el aplomo con el que había afrontado la situación; allí estaba yo, vistiendo el cuerpo de otro, admirando la anchura de mis nuevos hombros (por primera vez en mi vida llenaba una americana a la perfección), admitiendo como mía la distancia de Isabel, las habitaciones separadas, el jardín con el perfecto césped recién cortado.
Decidí ir a dar un paseo. En la cómoda hallé unas gafas de sol, de cristales de líneas rectas y montura dorada, me las coloqué, con el deseo de ocultar la mirada bizca de Manolo y, con la seguridad que me ofrecía aquel cuerpo imponente (el aristocrático bigote), salí a la calle. Por primera vez en mi vida me sentía importante, abandonando al fin mi complejo de inferioridad provocado justamente por mi cuerpo enclenque y de poca estatura. Manolo era dueño de un concesionario de la BMW, con lo que su trabajo se basaba en controlar el buen funcionamiento del negocio (que a su vez se reducía en tener un buen gerente y una buena gestoría).
Poco a poco, me fue adaptando a aquella nueva vida. La primera mañana me levanté alrededor de las siete (esta vez sin precisiones) y pasé el día holgazaneando; en cierto momento eché de menos la charla en la cantina y la leve sonrisa en la zona de empaquetamiento, pero enseguida me expulsé de aquellos pensamientos nostálgicos. A los tres días, vino a visitarnos Lucía, mi mujer.
Yo me encontraba en el salón, ojeando la prensa en una cómoda butaca de piel granate. Al abrirse la puerta pensé que era Isabel, así que ni siquiera me volví (era sorprendente lo rápido que me adoptaba a las costumbres de mi nueva familia).
—Cariño, mira quién ha venido a vernos —me sorprendió el tono inusitadamente amable, me giré con cierta intriga y entonces la vi. Y tuve la impresión de que hacíaños que no nos veíamos (ni si quiera había pasado una semana). Llevaba una camisa roja, que no recordaba que se hubiera puesto nunca.
—Hola Manolo —pronunció Lucía algo distante.
—Pero venga, siéntate —le dijo Isabel señalando el sofá —¿Te apetece tomar algo? —sin tiempo a que ella contestara, prosiguió —Anda, Manolo, prepáranos un vermú.
Fui a la cocina y preparé el vermú. Al volver al salón, me acerqué hasta el sofá, al tenderle el vaso a Lucía me pareció que tenía los ojos rojizos, como si hubiese llorado.
—No sé dónde puede estar. Le he llamado, pero se ha dejado el móvil en casa, y anoche no vino a dormir.
—No te preocupes, seguro que está en casa de algún amigo… Tú le dijiste que habías ido a ver a mamá ¿no? ¿Sabía Antonio que volvías ayer?
—No, estos últimos días no hemos hablado… pero verás, Isabel… No he estado en el pueblo —Al decir aquello, me quedé parado. Nunca pensé que Lucía pudiera engañarme de aquel modo —. No sé, me sentía muy estancada. Es como si un día te levantaras y ya no te reconocieras. No sé ni por qué te estoy contando todo esto…
—Confía en mí, tonta, te irá bien desahogarte —en ese momento Isabel me miró con gesto reprobador, como diciendo «¿Por qué no nos dejas solas?».
Me disculpé y abandoné el comedor. No cerré la puerta, me quedé en el pasillo, atento a la conversación.
—Yo os veo a vosotros tan bien… sin embargo, con Antonio… Yo creo que seguimos juntos de la misma manera que no tiras un abrigo porque piensas que algún día puede hacerte falta. Nos hemos acostumbrado a no hablarnos, o hablar siempre de las mismas cosas. Ya sé que es normal todo eso de la falta de pasión… las verdad es que nosotros seguimos haciendo el amor todas las semanas, todos los viernes por la noche, para ser más exactos.
Adiviné en el tono de su voz cierto sarcasmo, pero lo que más me hirió fue que yo nunca me había dado cuenta de que nuestra relación pudiera ser así. Creía que con los años uno ya no se hacía aquel tipo de preguntas, bastaba con tenerse el uno al otro.
—¿Sabes? Soy tan estúpida que me da miedo que Antonio haya pensado lo mismo, que se haya ido y…
Estuve a punto de entrar en el comedor y decirle a Lucía que no me había ido, que justamente era Manolo el que se había ido llevándose mi enclenque cuerpo con él.
—Yo también quisiera contarte una cosa, pero espera, creo que la puerta está abierta.
Escuché los pasos de Isabel acercándose, así que me aparté hacia un lado mientras ella ajustaba la puerta. Al cabo de una hora, al fin salieron. Yo estaba en el porche de la terraza, simulando leer un libro.
—Bueno, ya nos veremos —me dijo Lucía sin intención de acercarse. Fui yo el que se levantó y me aproximé hasta ella. Me aproximé a su mejilla y le di un par de besos. Fue extraño, estaba acostumbrado a besarla en los labios, sin embargo aquellos dos besos, que en realidad habían besado el aire, me parecieron de una textura sobrecogedora.
Esa misma noche Isabel me dijo que lo había pensado bien y que no tenía ningún sentido seguir fingiendo. Me pidió que por favor me fuera de la casa lo antes posible, que podía quedarme a dormir, pero que a la mañana siguiente… Por lo visto había calculado muy bien el tiempo que necesitaba para marcharme. De lo que estaba seguro es que no la echaría de menos, y aquello suponía un alivio. Y entonces me di cuenta, con cuatro días de retraso, lo mucho que añoraba mi casa, a Lucía, incluso mi trabajo en la fábrica. O quizá realmente no fuera así, pero me dio miedo ser tan insensible, justo ahora que me quedaba sin nada (sin falsa esposa, sin casa unifamiliar con jardín). Me instalé en un hotel de cuatro estrellas, al fin de cuentas era Manolo el que pagaba la estancia, y decidí aprovecharme de la situación, al menos era lo mínimo que podía hacer tras el desconcierto y la angustia de aquellos días.
Pasaron las semanas y una mañana me sorprendí visitando mi barrio, un laberinto de calles estrechas que no conducían a ninguna parte, salvo a otras calles un poco más anchas y menos pobladas. Me detuve frente a mi portal, el número seis. Y allí esperé.
—Manolo, qué sorpresa —me dijo Lucía al aparecer por la puerta —. Había pensado en llamarte -titubeó al añadir esto- Siento lo de Isabel.
—Lo voy superando —le mentí—. Yo también siento lo de Antonio.
—Lo peor es el silencio, no saber dónde está —el tono de su voz adquirió una cierta fragilidad y me atreví a invitarla a un café. Nos sentamos en la terraza del bar de la esquina, y al que, curiosamente, nunca habíamos ido juntos. Ella pidió un café.
—No sabía que te gustara solo —se me escapó.
Ella hizo una mueca contrariada, sin embargo, no dijo nada. Estuvimos hablando por lo menos una hora. Veinte años casado con ella y desconocía que le gustaran los aburridos documentales de animalitos, y que le daba miedo dormir sola, y que tenía la absurda manía de que la puertas de su casa siempre estuvieran cerradas, y los cuadros bien alineados, y que nunca le importó no haber tenido hijos (y yo que pensaba que su frustración, la paulatina desaparición de sus risas, había sido provocada justo por ello).
Después de aquel día, vinieron otras citas. Ella me confesó una tarde que nunca le había caído bien, que la perdonara, probablemente nunca se había tomado la molestia de conocerme realmente, y que ahora se arrepentía. También añadió que existían ciertas cosas mías (ciertos gestos, ciertas expresiones, el tono exacto de mi risa) que le recordaban a alguien, aunque no lograba saber exactamente a quién.
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