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El vestíbulo del hospital era un ir y venir de gente que corría sin dirección, camillas por los pasillos, ruido de ambulancias, y heridos, muchos heridos.

Pronto oscurecería, el generador que se encargaba de suministrar luz a quirófanos y habitaciones sólo disponía de dos horas de energía.

De vez en cuando, la explosión de alguna bomba, hacía temblar las paredes ya de por sí maltrechas.

Ajeno a todo, Ibrahim, aferrado a su paloma, miraba absorto el aleteo de batas blancas, parecían gaviotas revoloteando en busca de comida. Asomó la cabeza a ver si podía averiguar algo, pero una de esas gaviotas cerró la puerta. En ese momento uno de los deslucidos fluorescentes tuvo un ataque de hipo.

Mientras su padre discutía con los médicos, los gemidos de los pacientes marcaban el paso del tiempo.

El niño empezó a notar los pies inquietos, como si el suelo fuera blando, y en cada respiración notaba sus pulmones oprimidos.

Su paloma tenía un ala rota, y sin duda aquel era el mejor lugar para curarla, así lo habría pensado su padre cuando les recogió de entre las ruinas, después de que un misil impactara en el patio de su casa.

Después de días de bombardeos continuos, hasta el amarillo del sol se había vencido a la tragedia. Y esa mañana el aire era tan denso que costaba respirar.

Ibrahim tuvo el tiempo justo para salvar a sus palomas.

¡Como quería a aquellos animales! Podían estar horas volando, recorrer largas distancias, que siempre regresaban.

Se las había traído su hermano. Las compró, en una de sus continuas escapadas, a un campesino del otro lado.

- Es peligroso –le había oído decir a sus padres- cualquier día revientan los túneles.

Pero su hermano, al que Ibrahim idolatraba, seguía cruzando el paso por los subterráneos. Algunas veces había un accidente, algún hundimiento, y alguien moría atrapado, pero él siempre regresaba.

Traía muchas cosas, azúcar, harina; aunque lo más divertido fue cuando apareció con una cabra, a la que luego cambió por una antena de televisión. A Ibrahim le dio pena deshacerse del animal, se había encariñado con ella, le seguía a todas partes, jugaban y alguna noche, sin que sus padres no se enterasen, dormían juntos. El problema vino cuando comenzó a comer todo lo que pillaba, las cortinas, el mantel; su madre daba una patada al animal y volvía a la cocina, hasta que un día pilló al animal a punto de devorar uno de sus sujetadores. Cogió a la cabra por el cuello, la sostuvo entre sus piernas mientras con las manos tiraba de la prenda. Tanto tiró que terminaron ella y la cabra en el suelo y el sujetador hecho trizas. Montó en cólera, juró en arameo, y al final la cabra terminó en casa de un vecino, y ellos con una antena parabólica que no funcionaba.

Para compensar a Ibrahim de la pérdida de su mascota, su hermano le regaló dos palomas.

Apareció con ellas metidas en un fardo. Al sacarlas estaban sucias y algo desorientadas, pero después de que su madre, que siempre sabía lo que hacer en cada momento, les diera un baño, lucieron un bonito plumaje gris.

Esa noche, Ibrahim pidió permiso a sus padres para dormir junto a las dos palomas.

A la mañana siguiente su padre, con las tablas de un viejo mueble, le construyó un palomar.

- Ahora tienes que enseñarles a volar – le decía su padre.

- Pero si ya saben – contestaba el niño.

- Quiero decir, que les tienes que enseñar a volver – replicaba el padre – Mira, ve a casa del viejo

Shelim, el te dirá cómo se hace.

En efecto el viejo Shelim manifestó ser un experto en la cría y educación de las palomas mensajeras.
Le enseñó todo lo que él sabía, y cada mañana, con los primero rayos del sol, entrenaban a sus palomas. Y allí, en la playa veían los círculos que trazaban hasta que orientadas se dirigían de vuelta al palomar. Entonces Ibrahím corría todo lo que sus pequeñas piernas le permitían, dejando atrás al viejo maestro, y cuando llegaba a casa veía con entusiasmo a sus palomas.

Fueron días felices, Ibrahim era feliz.

- Algún día tus palomas cruzarán el muro que a ti y a mí nos es vetado –le decía el viejo.

Y con ese deseo, todos los días, recorrían el corto trayecto hasta la playa.
…

El ruido de las sirenas anuncia un nuevo ataque, y con cada pitido a Ibrahim se le cierran un poco más los pulmones.

Por fin aparece su padre acompañado de un médico. Ibrahim se levanta, salir a su encuentro, pero las piernas le fallan y cae al suelo. Siente la mano del médico en su frente, notó su aliento, su olor a muerte.

- Tiene los pulmones colapsados –oye decir.

Le cogen en brazos, y por la rudeza, sabe que no es su padre el que le transporta. Le llevan hasta una sala, donde las luces siguen con su ataque de hipo, mientras el paso del tiempo lo marcan los gritos de otros pacientes. Allí le colocan una mascarilla, y entre balbuceos logra decir:

- El ala, tiene el ala rota.

Se escuchó un inmenso silbido, se vio un fogonazo, se olió el azufre..., después el silencio, y tras el silencio la nada, y tras la nada, la muerte.
…

Al mismo tiempo dos palomas alzaban el vuelo, se dirigían hacia el este, y sobrevolando el muro cruzaban al otro lado.

Texto agregado el 18-05-2011, y leído por 129 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
26-05-2011 Es tan injusto tener que auto delatarse de aquello que los poderes persiguen, pero lo haces tan bien que no te llega nada, ni golpes, ni metralla, ni fósforo blanco. A lo más te llega el aletear de palomas como aplausos para tu cuento. NeweN
18-05-2011 No entendí el final, acaso le caería un misil al hospital? cuenterodeilusiones
 
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