La tarde de primavera, que me llevó a recordar otras primaveras pasadas, me dirigí a una de las estanterías y tomé en mis manos un cuaderno de viajes. A mi memoria acudieron aromas, sonidos, gentes, lugares y paisajes. Lo abrí, de entre sus páginas cayó una flor y, comencé a llorar.
Lloré por el desierto y sus moradores, por el límpido Éufrates y las aldeas que baña; lloré por Palmira y sus ruinas de oro y mármol; por Damasco, por sus zocos y los imaginé vacíos; lloré por sus mezquitas, por el canto del almuédano, y añoré el dulce despertar que me proporcionaba; lloré por los niños que jugaban al pie de la Ciudadela; por Luis, Mohammed y Maher, nuestros guías; lloré por Mustafá y Víctor, mis proveedores de sedas y perfumes, por papá Abdalá y sus dagas damascenas; por Huda y Lina, siempre dispuestas a ayudarnos; lloré por Safia, que en una tarde lluviosa se ofreció a llevarnos en su coche hasta el hotel; y, por los niños que a la entrada de las Ciudades Olvidadas me obsequiaron con la flor que ahora reposaba entre las páginas de mi diario.
Sentí infinita conmoción, infinita lástima, y con lágrimas restauré el mosaico de mis recuerdos.
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