CRONICA DE VIAJE
Estuve por la calle Caminito y sus alrededores en el barrio de La Boca, que es en realidad, la entraña del viejo Buenos Aires. Allí hay que ir en domingo, los otros días es un lugar pintoresco y nada más, pero los domingos La Boca se olvida de su mala fama, de su ropa vieja, de sus achaques y se convierte en una fiesta. Los bares y restaurantes, todos de mala muerte y con aire lumpenesco, se transforman en lugares donde se rinde culto al tango. En un bar cantaba un tipo que tenía toda la facha de quien acaba de salir prisión; cantaba con tal pasión que no pude evitar relacionar aquel tango lastimero y trágico con su vida. Me tomé una foto y una cerveza con él pero fue una mala inversión, incomodo por su repentina estelaridad, el hombre se mostró parco y no confesó nada memorable. En otro bar, un conjunto de músicos felices ejecutaba para el deleite de los turistas, unos tangos con cierto aire jaranero y desprovistos del habitual dramatismo que rodea a este género; simpática la cosa pero no era lo que andaba buscando. Recalé en el Samovar de Rasputín. Un bar a media luz. La música salía de un tocadiscos de museo y eran añejísimas las mesas, las fotos y los afiches que adornaban, (es un decir), la pared sin tarrajear. Este lugar tenía para mí todo el encanto de lo que perdura, de lo que extiende su vigencia más allá de la moda; en lugares así se hacen nudos los lazos que ligan al hombre con su pasado, con lo que amó, con lo que fue, incluso con la nostalgia de lo que no pudo ser y sin embargo... Con ese previo fervor fue que entré a ese antrillo, me acolleré con un viejo que fumaba solo en la mesa contigua, le eché unos setenta más o menos. Resultó tener un programa de radio dedicado al tango, y me ilustró acerca de las diferentes corrientes tangueras, me habló de la encarnizada disputa entre el tango arrabalero y el apiazzolado, me habló de cantantes y bandoneonístas famosos, me contó que estos últimos pueden ser, dentro de la mitología argentina, tan importantes como los mejores cantantes. Así lo demuestran por ejemplo Troilo y Piazzola. De este último diré que vine luego a enterarme de que filmó en Estados Unidos, cuando vivía allí con su familia y siendo un niño de trece años, "El día que me quieras" junto a Carlos Gardel. Curiosamente, ninguno de los que estábamos en esa mesa que de pronto éramos seis, habló mucho de Gardel. Nadie dijo que era Dios, lugar común en esos pagos, pero tampoco se pronunció su nombre en vano. Otro tótem porteño, Borges, no gustaba ni de Gardel ni de Piazzola, decía que el uno inicia la decadencia y el otro la mutación definitiva del tango, que a partir del primero, el tango ya no fue más aquel hijo bravo y alegre de la milonga. Pero yo creo que Gardel sí le gustaba y él no lo sabía: en una entrevista confesó que en Austin, Texas, lloró escuchando a Gardel, dijo que se acordó de Buenos Aires y qué sé yo. Pero dijo otras cosas también: "... (Gardel) sigue y seguirá cantando en la memoria de los hombres (...) en todos estos años no ha salido nadie que cante como él…” Nada menos que eso.
En el tango de arrabal, el hombre gobierna la danza con mano firme y paso seguro. El decide el retroceso, el giro, la pausa; ella se abandona con placer a su suerte y se deja llevar. Hay un alarde de virilidad asociada a ciertos códigos caballerescos en esa tiranía coreográfica, que termina por excitar a las mujeres de esta parte del mundo, y que es evocada con añoranza por aquellas que la han vivido.
El tango apiazzolado ya va más acorde con los tiempos y convierte al anterior en una suerte de exquisitez nostálgica. Esta versión, de frac y partitura, le otorga a la mujer el protagonismo que merece, siempre es el hombre el que lleva la batuta pero le permite a la mujer más lucimiento y ciertas licencias a su inspiración. La hace menos rigurosa y le añade frescura y sensualidad a esta danza sofisticada y lasciva. A La Boca va la gente en busca del rastro de un Buenos Aires que ya no será, pero al Samovar de Rasputin, a ese sitio bohemio para iniciados, solo acude gente tanguera que con su envidiable destreza demuestra que, salvo por un gesto galante con alguna turista, el tango puede ser muy cruel con los advenedizos. En medio de tanta emoción y voluptuosidad, observando a esas cuarentonas preciosas bailar prácticamente colgadas del cuello de su hombre, y ser en algún momento casi arrastradas por él, es que lamenté haber ido solo, lo que hubiera dado por tener a Miriam a mi costado, tenía tanta necesidad de ella… que me pedí dos más. Heladas.
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