entré al auto... un hombre de mi edad conducía... le dije el lugar donde quería ir... lo conocía y me llevó... hablamos en la ruta un poco de todo, de su vida, familia y de su padre... tomé especial atención en esto... habló de su niñez, juventud y madurez... habló de su vida, de su destino y de la muerte... le escuché atentamente y cuando llegamos me dijo que no le pagara... ¿por qué?, pregunté... sonrió y dijo que no era nada... salí del auto y entré a mi casa... me esperaba la soledad, el silencio y todas las imágenes del día... abrí mi corazón y dejé que el ave interior volara donde quisiera... le vi alejarse y con él, mis pensamientos... estuve siguiendo al hombre del auto y le vi bajar en una esquina, abrirse la bragueta del pantalón y mear en una esquina oscura de la ciudad... subió al auto y se detuvo en una esquina de la ciudad... pasaron hombres y mujeres y le vi pensar en su padre... le vi arrodillado, de cinco años, desnudo, esperando los golpes en su lomo, como al mismo Cristo... una, dos, tres cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez chicotazos... luego, el llanto, el silencio de su padre, la soledad, la cama y el nuevo día frente a la eternidad del universo... le vi vestirse y sentarse en la mesa, ver a su padre, tomar el desayuno, como cada año de semana santa y rezar junto a su padre, llorando como un hombre cualquiera, luego, volver a la rutina... salir al campo, a las alturas de la sierra y comulgar con las montañas y dios... el hombre cerró sus ojos un instante y luego, arrancó su auto... mientras manejaba, lloraba al recordar el amor irracional de los seres humanos, que jugamos a ser dioses, que lloramos como un hombre, que vivimos sin saber un pedazo de la verdad...