—Anoche me dormí pensando una cosa muy loca —dijo Lucas mientras el otro observaba de pie el zigzagueo del río que tajeaba la tierra plana manchada de verdes y amarillos.
A las siete y media de la mañana, cuando bajaron del tren, había veinticuatro grados. El camino de la estación al río era de dos kilómetros. Una vez que los muchachos llegaron a la curva ancha siguieron unos cuatro kilómetros en dirección a una arboleda lejana.
—¿Qué hora es? —preguntó Freddy.
—Nueve menos veinte.
—Nos vamos a cagar de calor —siguió Freddy—. Cómo sacaron todos los árboles estos hijos de puta. Allá donde ves la arboleda está la costa del Río Grande, pero son como tres horas caminando.
—Ni en pedo, man —contestó Lucas.
Los jóvenes, de dieciocho años, llevaban sus mochilas y las cañas de pescar. El Río Rojo recorría en esa zona un llano que había sido tierra de ganado, pero que entonces no tenía actividad alguna excepto la de solaz de aquellos pescadores o cazadores que se aventuraban sin vehículos, dado que únicamente podía llegarse a pie. En el invierno esas tierras se anegaban; a mediados de enero, por el contrario, mostraban exiguas matas de yuyo, espinillo y la lisura gris típica de la llanura estéril. El río no tenía más de cuarenta metros de ancho y cinco de profundidad, según se decía, y circulaba despacio entre los escalones que formaba la ribera hacia el Grande, con la tonalidad que le había dado su nombre. La estación de tren, otrora obligada parada de trabajadores agrarios y ganaderos, había quedado perdida entre dos pueblos cuya vida ahora estaba adaptada a los barrios privados y a cierto movimiento industrial. El tren pasaba cada cuatro horas y la ruta paralela a las vías había acaparado el flujo del tránsito.
—Vamos a parar un poco más adelante, donde hay una bajada de playa —dijo Freddy.
—¿Nunca te pusiste a pensar en los peces, che? Pero digo antes, días antes —interrogó Lucas.
—¿En los peces?
—Sí. Anoche en la cama me puse a pensar en qué estaría haciendo el pez que hoy iba a pescar.
—Eso es cosa del faso, Luquitas. Bueno, igual yo a veces imagino que pesco uno grande, bien grande.
—No, boludo. Posta, yo anoche estaba tirado en la cama con el ventilador, y me puse a pensar en qué estaría haciendo en ese mismísimo momento el pez que dentro de un rato voy a pescar. Fijáte que ese pez no existe a partir de que yo lo pesque, o que sí existe a partir de que yo lo pesque. Anoche, mientras yo estaba en la cama, el bicho estaría por acá en este río de mierda haciendo algo; ya estaba desde anoche o, por ahí, desde que nació. Ese pez, desde que nació, ya estaba en mi anzuelo, Freddy, para hoy. Se lo podría haber morfado una tortuga, qué sé yo, se lo podría haber morfado un pez más grande o lo podría haber pescado otro chabón. Pero no, Freddy, ese pez está por acá, y no es un pez, son otros peces, los peces de hoy, los peces que hoy yo voy a pescar. Es reloco eso, boludo, es como si no se hubieran muerto por mí, como si no pudiera pasarles nada, como si hubieran estado obligados a llegar con sus vidas hasta hoy por mí y, además, como si no pudieran hacer nada para evitarme.
—Bueno, eso mismo pienso yo a veces. Pienso que por ahí hay una buena mina que me voy a cojer y que capaz que tiene amigas que también me voy a cojer. Quiero tener veinticinco años y cojerme a todas las minitas del boliche, loco, y vos me venís con los peces. Porque viste que los tipos de veinticinco, por ahí, cojen como perros, Lucas. Eso es la vida. Hay que esperar.
—Pero el pescado es otra cosa. Hay un hilo entre vos y el pez siempre que estés donde tenés que estar y el pez esté donde estés vos; y ese piolín, un piolincito de mierda atado al anzuelo, une la tierra y el agua, qué loco. Yo te digo lo del hilo. El hilo hace que esté el suspenso, es esa cosa que estando ahí hace como que no estás ahí. Con la minita no es lo mismo porque vos, antes de decirle algo, antes de que pase algo, tenés que verla y sabés que están los dos ahí. Al pez no lo ves, pero está, y vos por no verlo estás ahí con la caña de pescar. Nunca lo ves hasta que lo pescaste. Por eso no es lo mismo pescar que cazar; el cazador primero ve y después tira.
Llegaron a una playada pequeña donde el río hacía una de sus curvas y decidieron que allí pasarían el día. Comenzaron a armar las cañas de pescar y enseguida se quitaron las remeras y el calzado. El cielo estaba limpio y no había viento.
Eran más de las once de la mañana y habían pescado tres carpas pequeñas. Freddy se quitó los pantalones y en calzoncillo se metió al río. El agua estaba tibia en la costa poco profunda; nadó unos metros hasta que se hacía más hondo y sintió el fresco.
Lucas, sentado en el barro seco de la playa, dobló un poco las botamangas del jean azul y se arrastró sin separar las nalgas del suelo hasta donde pudo meter los pies en el agua. El calor era sofocante.
—¿No te vas a meter al agua, marica? —preguntó Freddy desde el medio del río.
—En un rato. Acá el agua parece una sopa.
Lucas recogió la línea, apoyó la caña en el escalón de tierra que proyectaba algo de sombra; luego se arrastró unos metros, se recostó en el barro con las rodillas flexionadas y los pies hundidos en un charco cálido. Tuvo que taparse los ojos con el antebrazo porque la furia del cielo le daba en la cara. En esa posición escuchaba el chapoteo del amigo.
—¿Qué trajiste para comer? —preguntó, pero Freddy en ese momento estaba sumergido y no pudo oírlo—. ¡Che! ¿dónde mierda estás? —gritó al cabo de unos segundos de silencio.
Levantó un poco la cabeza y observó el agua quieta del Rojo. Miró hacia donde le permitían los flancos y no vio al otro. —¿Ya te ahogaste, pelotudo?— y de repente asomó en una explosión el torso de Freddy en el medio del río.
—No se ve nada ahí abajo, che —dijo.
—Bah —cerró el otro, y volvió a la posición inicial y al antebrazo en la cara.
Lucas había olvidado el pensamiento de los peces de la noche anterior y esa ansiedad que siempre le producía la víspera del día de pesca; ahora sentía el calor que se le hacía insoportable, el cansancio de la caminata, algo de hambre y la humedad tibia que le subía por el pantalón azul gastado. Estaba a punto de incorporarse cuando sintió unos pinchazos en el pie, como si le hubieran apoyado un tenedor o, mejor dicho, un par de tenedores; tuvo la reacción de tocarse con el otro pie, aún tranquilo, pero entonces pudo apreciar cabalmente un bicho enorme que se alborotaba entre el tobillo izquierdo y la planta del pie derecho. Intentó aplastarlo instintivamente, y el abejorro, acaso buscando emprender el vuelo, quedó atrapado entre el doblez de la botamanga del jean y la pierna. Y allí clavo con fuerza el aguijón.
El muchacho se sentó en el barro y dio de manotazos al punto del dolor. El bicho estaba allí clavado y aprisionado por la tela gruesa.
—No. No. No. No. La puta madre que lo parió ¡Freddy, la concha de su madre! ¡Me mordió alguna especie de mierda, Freddy! ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay, mierda! ¡Ay, la mierda!
Sentía los espasmos del bicho y una quemazón que se extendía. Corrió la tela y vio al enorme y negro abejorro alzar vuelo hacia su propia cara. Volvió a gritar.
—¿Qué te pasó, boludo? —preguntó Freddy mientras salía del río frente al amigo que se tapaba la cara de dolor.
—Mirá lo que me pasó. Mirá la gamba, boludo, rápido. Me picó un bicho de mierda. Me voy a desangrar. La concha de su puta madre.
—No pasa nada. No pasa nada, boludo. Te picó un bicho. Nomás te picó un bicho; no seas maricón —intentaba tranquilizarlo mientras descubría la pierna que lucía una hinchazón por sobre el tobillo con un punto azulado en medio, del que brotaba apenas algo de sangre. Pero conocía bien al amigo y sabía que estaba aterrorizado, aún más de lo que demostraba.
Lucas no podía quitarse de la mente la sensación del bicho repugnante clavándole el aguijón. Creía ver esa aguja horrible inyectando veneno en su cuerpo. Creía que su carne se estaría pudriendo lentamente y que por eso sentía algo así como si lo estuvieran quemando por dentro. No era capaz de mirar la pierna, su propia pierna que se pudría, ni el paisaje marrón con azul de cielo que olía a rancio en el aire caldeado ni a su amigo.
—Hacé algo, Freddy. Hacé algo, la putísima madre que lo parió. Por favor.
—Tranquilizate, boludo. ¿No pensaste anoche en qué estaría haciendo el bicho de mierda que hoy te iba a picar?
—La concha de tu madre, Freddy. Me voy a morir en este barro de mierda.
—Pará. Te lavo un poco con agua. ¿Qué te picó?
—Un abejón gigante, un bicho venenoso hijo de la gran puta.
—No pasa nada. No pasa nada, loco. Lavate en el agua y después te hacemos una venda o algo. No pasa nada. Tranquilo.
El muchacho sentía un dolor extraño que se apropiaba de la pierna y una especie de calambre. Había llorado unos minutos. Ahora estaba sentado en su mochila y bebía agua de la cantimplora mientras Freddy, que había hecho girones de su remera, improvisaba un vendaje fresco.
—Me debés una remera, loco.
—Vámonos. Vámonos a la mierda, Freddy; no sé si puedo caminar.
—¿Tanto lío por una picadura de abejorro? No es nada, Lucas. Media pila, man. Además no podemos irnos con este sol hijo de puta.
—Me quiero ir, Freddy. Vámonos a la mierda. Me siento mal.
Tenían algo más de seis kilómetros hasta la estación de tren. Freddy miró en dirección a las vías y calculó que tal vez si hacían un camino alternativo alejándose de la costa y a campo traviesa podrían acortar la distancia y, en lugar de dirigirse hacia a la estación, podrían salir a la ruta donde alguien los llevaría hasta una salita de emergencias. También calculaba que Lucas dejaría de sentir dolor al cabo de poco tiempo y que, si lograba distraerlo un poco, hasta se le pasaría el pánico. Freddy conocía bien las picaduras de insectos aunque nunca lo hubiera picado un abejorro, también sabía que Lucas era un exagerado que solía asustarse por tonterías; de hecho, a lo único que parecía no temer su amigo eran los peces y las lombrices. Pero cuando se disponía a decirle de esperar un poco a que bajara el sol lo vio parado con el atado de cañas de pescar a modo de bastón y la mochila al hombro.
—Yo me voy —dijo Lucas.
Los muchachos habían esperado que la señora Roberta se durmiera para salir a recorrer las trampas que habían dejado una hora antes, pero decidieron pasar primero por lo del gringo Poli. A las dos de la tarde nadie andaba por el pueblo y los almacenes estaban cerrados. Bajaron la calle de tierra hasta donde el gringo. Cuando llegaron a la casa lo encontraron tirado bajo un Ami 8.
Poli era un hombre de unos cincuenta y cinco años, de gran porte, ancho, cabeza rubia entrecana, la cara lampiña y colorada, de ojos grises y anaranjadas cejas gruesas. Cuando notó la presencia de los chicos se puso contento, salió de abajo del auto y los besó a los dos en las mejillas transpiradas y lisas.
—¿Qué andan haciendo, forajidos?
—Íbamos a cazar los pájaros, pero primero pasamos por acá. ¿Ya camina el auto?
—Ahora vamos a ver si anda. Yo creo que sí. Tiene mucho tiempo parado el pobre.
Martín y Damián, de doce y quince años, se quedaron callados unos instantes junto al gringo. Bajo el toldo de lona había una mesa pequeña y unas sillas; detrás, la entrada de la casa vieja.
—Así que van a cazar pájaros.
—Sí —confirmó Damián.
—¿Tenés revistas nuevas? —preguntó el más pequeño.
—¡Ah! Ya veo. Ya veo que vienen porque quieren mirar las revistas, forajidos. Pero no, hoy no tengo nuevas.
El hombre entró al auto e intentó darle marcha. El motor encendió unos segundos y se detuvo.
—Creo que está un poco ahogado, che, —dijo mirando a los chicos que lo observaban atentamente— el puto cacharro viejo.
—¿Querés que lo empujemos? —preguntó el mayor.
—Después, Damián. ¿Quieren tomar algo fresco antes de ir a cazar pájaros? Tengo gaseosa.
—¡Sí! ¡Gaseosa! —festejó Martín, con el flequillo liso sobre las cejas y los ojos grandes.
—¿Y qué pasó con la gorda? ¿Está durmiendo? ¿Les dio permiso para salir con este calor?
—No —dijo el menor.
—¿No qué?
—Bueno, es que estaba dormida —esclareció Damián.
—Es mala cosa. No tienen que salir sin permiso de la señora Roberta. El día que se entere tu madre…
Entraron a la casa. En el comedor había poca luz y un vaho grasiento. Traspasaron la sala hasta llegar a la cocina. Los chicos conocían bien el lugar. Eran primos lejanos. Ese verano, como era costumbre, habían quedado al cuidado de la señora Roberta en casa de Damián. Los padres de ambos trabajaban en las fábricas de la zona a unos kilómetros.
El hombre sirvió generosos vasos con gaseosa de pomelo y los dispuso sobre la mesa. Luego buscó el paquete de cigarrillos que estaba sobre una heladera de las de antes, bajita, gorda y con traba en la puerta, que roncaba en la penumbra de la cocina. Ahí mismo estaba la pila de revistas que los chicos miraban desde sus lugares.
—No me digan que quieren mirar las revistas, forajidos.
—No sé. ¿Queremos ver las revistas? —dijo el más chico mientras miraba al primo y al hombre alternativamente.
Poli encendió un cigarrillo y se sentó a la mesa.
—¿Por qué nunca nos das cigarrillos? —preguntó Martín.
—Ustedes son chicos todavía.
—Pero yo ya tengo pelos —aclaró Damián— y la vez pasada casi más me cojo a una chica.
—¿Cómo fue eso?
—Como en las revistas. Pero cuando se la iba a meter se asustó.
El hombre rió fuerte, pero la risa se apagó despacio en cierta delicadeza de respeto. Martín encendió de emoción los tonos vivos de la cara y apuró el trago de gaseosa con el vaso sujeto por ambas manos; luego eructó fuerte, cosa que le hizo soltar unas lágrimas, y se restregó los ojos con la muñeca flaca y marrón. El hombre lo observó atento y lo sintió más niño de lo que era.
—Dale, boludo, si querés llegar a que te vean la gamba tenés que apurarte un poco —dijo Freddy, erguido con la vista fija en el otro que no lo miraba y se hallaba sentado a la sombra de un pequeño árbol. Ahora parecía más tranquilo aunque seguía asustado, sentía los latidos en la zona de la picadura y el vendaje le apretaba un poco el tobillo inflamado.
—Dale, Lucas. Allá se ve la ruta, mirá. Ya estás mejor.
—Me da miedo sacarme la venda y ver cómo me quedó.
—Ya te dije que no es nada. Una picadura de abejorro no es nada. Y en una hora vas a querer volver al río a pescar de nuevo.
Lucas estaba aún un poco aturdido; sabía, en el fondo, que una picadura de abejorro es simplemente eso: una picadura de abejorro, que cualquiera que sea picado por uno de esos bichos se las aguanta y listo; pero a su vez sentía la impotencia de no poder controlar el miedo, y esto le producía más miedo. Entonces se puso a pensar en su pierna infectada y pudriéndose, en que su madre le había preparado los sándwiches que no había sido capaz de comer, en que hay gente alérgica a las picaduras de bichos inmundos y no sabés que sos alérgico hasta que te pica un bicho inmundo y te agarra fiebre y se te pone el cuerpo como una inmundicia hinchada, en que cómo me gustaría estar en la pieza con el ventilador y nunca haber venido a este lugar de mierda. Intentó no pensar más. Se incorporó con ayuda de su muleta de cañas de pescar atadas, y a los saltitos inició la marcha.
—Tenía olor a pis. Parecía algo sucio y mojado y suavecito, pero me gustaba olerme el dedo que le pasaba por ahí. A ella le daba vergüenza que yo le pasaba el dedo y a mí me gustaba y después me daban muchas ganas de pasarle la lengua por el culo y olerla más fuerte, me gustaba mucho el olor a sucio y me daban ganas de apretarla más fuerte. Ella se quedó muy quietita y como dura y había unos pececitos en el arroyo y yo le dije que mirá, que hay unos pececitos y entonces ella se paró y yo me paré y vimos en el agua las caras nuestras y ella con la remera levantada y se le veían las tetas blanquitas en el agua y le agarró más vergüenza y quiso irse y yo traté de agarrarle el brazo pero me asusté porque pensé que se iba a largar a llorar.
El terreno se elevaba antes de las vías del tren, y más allá había una fila de eucaliptos y luego la ruta. Lucas pensó que no lograría subir la pendiente de yuyos altos y piedras antes de los rieles, y pidió al compañero que se fijara si había un paso fácil cercano antes de avanzar. Freddy se adelantó y desde lo alto del terreno junto a las vías le indicó un posible camino. Ambos habían transpirado copiosamente y penaban el esfuerzo; hablaban lo menos posible.
Martín había quedado excitadísimo luego del relato del primo. Habían hojeado un poco las revistas y ahora empujaban el Ami 8 por la callecita de ripio.
—¿Alguna vez manejaste? —preguntó el hombre a Damián.
—Sí, un poquito. Pero manejé. Puedo manejar.
—Entonces mejor subí vos así el forajido y yo empujamos. Cuando te diga ponés la primera, a ver si arranca; pero no salgas, pisalo un poquito para que no se pare.
A unos veinte metros el auto desprendió una nube espesa, avanzó un poco y el muchacho logró frenarlo y mantener el motor regulando.
—¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! —gritó chiquillo y ansioso Martín— ¡Vamos a correr a la ruta! ¡Vamos a ver si agarramos pájaros!
El gringo Poli permitió a Damián conducir por las desiertas calles del pueblo. El joven lo hizo con tranquilidad, despacio y seguro. —Bien. Bien. Como si supieras —dijo, sentado junto al novato chofer.
Martín había encontrado unos alicates en el asiento trasero y ahora jugaba a cortar cables y hacer empalmes. El auto llegó hasta el cruce y el hombre pidió al chico que se detuviera para luego pasarse al lugar del conductor. Una vez que atravesaron la ruta tomaron por una senda paralela de tierra dura, y les quedaron las vías del tren a la derecha. Vieron los eucaliptos.
—¿Cuándo voy a poder manejar yo? —interrumpió Martín.
—Che, no estás enojado, ¿no? —Preguntó Lucas mientras atravesaban el alambrado que daba al camino de tierra.
—No. No seas boludo. Somos amigos.
—Me siento mal. No sé qué me pasa. Me duele hasta arriba de la rodilla.
—Es que no estás acostumbrado a estas cosas. Ya vas a ver.
—Tengo hambre. ¿Y vos?
—Allá hay unos árboles. Si querés nos sentamos a la sombra y comemos algo.
—¿Dónde pusieron las trampas?
—Allá donde se ven los árboles. Seguro agarramos unos pájaros —indicó Martín.
—Uy, mirá, allá van unos pibes —advirtió Damián.
Los muchachos vieron un Ami 8 detenerse a unos cincuenta metros.
—Si me quedo parado me duele más. ¿Será normal eso?
—Claro. Es como cuando jugás a la pelota y corrés y después llegás a tu casa y te duele todo. Cuando te dejás de mover se sienten las cosas. Eso es posta. No pasa nada.
—Mirá, loco, los de aquel auto.
—Ahora les decimos si no nos pueden arrimar a algún lado donde te vean la picadura.
Los chicos corrieron hacia donde habían dejado las varas con pegamento, a la sombra de los árboles junto al alambrado. El hombre se disponía a seguirlos cuando advirtió las presencias que se dirigían hacia él.
Cuando los jóvenes se acercaron a las varas con pegamento vieron que había tres pájaros atrapados, uno de ellos muy pequeño. Damián, con mucho cuidado, despegó primero al pequeño y lo lanzó al aire. A unos metros Martín se topó con un pájaro grande que chillaba y amenazaba con el pico. El chico no temía, más bien estaba excitado y palpitaba acaso igual que el animal apresado, como si algo en la naturaleza lo hubiera puesto en el mismo lugar y en la misma circunstancia; no le costó tomarlo con firmeza para despegar sus patas de la trampa. El pájaro, una paloma torcaza, abría grande el pico; sus ojos grises de negras pupilas apenas reflejaron un destello de luz, como de cosa viva y nerviosa que el niño tenía entre manos. Ojos humanos y animales se toparon unos segundos en medio de aquel paraje que el hiriente azul del cielo parecía aplastar.
—Buenas, Don. ¿No sabe dónde hay una salita por acá?
—¿Qué pasó, muchacho? ¿Se clavó un anzuelo?
—No. Lo picó un abejorro.
—¿Está seguro de que era un abejorro? Eso no es nada. Tengo algo para darle en mi casa, si quiere, muchacho. ¿Por qué no me deja ver?
—Mostrale, loco. A ver si te convencés de que no pasa nada. Dale.
—¡Un carpintero, Martín! Agarré un pájaro carpintero. Se lo voy a mostrar a Poli.
El niño quedó a solas en la quietud del campo. El ave que mantenía sujeta por ambas manos había cesado de forcejear, acaso producto del estrés mismo que le generaba el sentirse capturado, acaso por la fatiga, y mantenía el pico entreabierto, la lengua fuera y la vista perdida. Fue entonces que el niño comenzó a oler con atención, y este reflejo lo encendió repentina e inesperadamente en una fiebre que se le hacía extraña.
—Mire lo que nos trajo el forajido, muchacho; un pájaro carpintero.
—¿Y qué hacen con los pájaros? —interrogó el de la picadura de abejorro.
—Nada. Los miramos y después los soltamos. A los chicos les gusta cazar pájaros para verlos de cerca. Hay gente que los enjaula y los tiene todo el día sin poder volar, ¿ha visto, muchacho? Y un pájaro que no vuela no es un pájaro —respondió el hombre.
—Había otro muy chiquito, pero lo solté enseguida —aclaró Damián—; y Martín agarró una paloma torcaza. Creo que era una torcaza, sí. Ahora nomás seguro que la trae para acá.
Los cuatro permanecieron en silencio observando el ave que ahora el hombre guardaba con cuidado entre las manos. A unos cincuenta metros Martín se había sentado en el suelo y olía el vientre de la paloma. No podía ser visto desde el sitio donde se hallaba el resto. El suave plumaje le hacía cosquillas en la cara, hasta que las patas le arañaron la mejilla.
—Ahora vamos a soltarlo —dijo Poli al resto—, que debe estar muy asustado el pobre animal.
Y el carpintero se perdió en el cielo en dirección de los eucaliptos.
—¿Y a vos qué te pasó? —preguntó Damián al joven desconocido.
—Me picó un abejorro, un bicho hijo de puta, y ahora me duele toda la pierna. —Contestó, apoyado en el automóvil, mientras se quitaba el calzado con objeto de dejar la herida expuesta.
El gringo se agachó para poder observar de cerca. Tomó con cuidado el talón, lo levantó y apartó un poco la tela del jean. La lastimadura se veía mal, pero el aspecto era acorde a la situación. Luego presionó con los gruesos dedos unos centímetros arriba. Los otros observaban con atención.
—¿Le duele acá, muchacho?
—Un poco, sí.
—Primero hay que lavarse bien con agua y jabón, ¿sabe?
Entonces se las arregló para sostener el ave con una mano y con la otra sacar el alicate que conservaba en el bolsillo trasero. Hubo chillidos fuertes y agudos mientras cortaba las patas arriba del muslo. Luego esos chillidos tornaron en una disfonía grave hasta apagarse, y el niño se restregó el vientre suave y pardo por toda la cara, y la sangre caliente desprendía el olor que él pretendía disfrutar en un estado febril de excitación descontrolada. Como un gato doméstico que ha capturado su primera rata y no conoce el sabor de comérsela el niño sintió un deseo repentino de beber de aquella sangre caliente y de esos orines que el animal desprendía mientras temblaba en su rostro como tiembla aquello viviente que es poseído sin ser objeto comprensión alguna, como los ratones aturdidos entre las garras del gato captor. Pero el niño no conocía lo que el ave mutilada despertaba en él, y tampoco estaba aún en condiciones de dominar la sensación que daba el roce con esa porción de vida suave, mojada y sucia que le hacía vivir la ilusión de aquellos rojos que solo había visto en las revistas y que apenas podía comprender.
—¡Ay! ¡Ahí me duele mucho! ¡Me da como un calambre fuerte!
—Es lógico, muchacho. Nomás quiero ver si tiene alguna infección que se le esté yendo por la pierna. Pero no, quédese tranquilo que nomás es lo de la picadura. Mire, mire acá. ¿Ve? Acá ya no le duele. Hay que lavarse y descansar un poco. Si quiere lo llevo a mi casa con los forajidos y pueden comerse algo.
—Sí, loco, dale. Te dije que no era nada —interrumpió Freddy—. Además estoy cagado de hambre y tenemos la comida.
—Está bien. Gracias —concluyó Lucas.
Fue entonces que vieron aparecer a Martín con el rostro y la remera manchados de sangre, y un pájaro en las manos.
Enajenado, anduvo hasta el camino a unos metros del Ami 8 y depositó el ave en la tierra dura y polvorienta. El animal intentó emprender el vuelo, pero no podía despegar las alas del suelo y entonces inició un deambular grotesco en círculos mientras era azuzado por su captor, quien imitaba aquellos movimientos de desesperada agonía ante las miradas incrédulas de los demás.
Poli y Damián corrieron hacia Martín, preocupados y sin entender la situación, la sangre ni el pájaro en el suelo.
—¡Mi pájaro no tiene patas! ¡No puede volar porque le corté las patas!
Los gritos golpearon a Lucas, que tenía la vista fija en el animal que se arrastraba en aquel paraje inhóspito y caliente. Y esta escena lo sacudió fuerte, como si él mismo estuviera arrastrándose entre la agonía y la impiedad del campo fiero. Intentó pensar en algo para apartar la provocación. Sintió débiles las piernas y cerró los ojos para encontrar en su interior alguna imagen que lo llevara de aquel sitio; el ambiente apacible de su cuarto, su cama con aquellas sábanas viejas de dibujos azules; ¿cuánto hacía que las tenía? Mucho tiempo. Él era un niño y su madre le preparaba aquel desayuno de invierno siempre humeante, sabía sin mirar que ella vendría y correría las sábanas con vivos azules y él cerraría los ojos simulando estar dormido y luego las manos finas, calientes sobre su mejilla; pero eso también se había podrido para siempre porque ya no era aquel niño en aquella cama, aunque sí conservaba las sábanas. O las expectativas de las navidades, fingir que el gordo barbudo llegaba con la estrella de la medianoche a traer los regalos, sí; los regalos del niño, eso que también había perdido porque ya no existía más; ya era demasiado grande también para aquello, y todo se había desvanecido y ahora, tras los párpados apretados, solo cabía el fogonazo escarlata del cielo que se empecinaba en decirle que no era otra cosa que un hombre mutilado en medio de un espanto que mantenía al rojo vivo el sufrimiento que corría por las venas e infectaba la carne a su paso, que todo en ese instante se le iba de las manos.
—¿Pero qué te pasó, Martín? ¿Qué hiciste con ese pájaro? —Le dijo Poli mientras lo tomaba de los hombros y miraba bien de cerca la sangre de la cara.
—No sé. No sé qué hice. Le corté las patas.
—¿Y desde cuándo les cortamos las patas a los pájaros? —El hombre se esforzó en medir su tono de voz. Se daba cuenta de que el niño no comprendía lo que había hecho, de que recién en ese momento estaba volviendo en sí. Damián quedó parado junto a la torcaza que casi no se movía.
—¿Qué pasa, loco? ¿Estás bien? —Dijo Freddy a Lucas, que permanecía con los ojos cerrados recostado de espaldas sobre el auto.
—Bueno, ya está. Ahora nos vamos y te lavás la cara. Ya pasó, Martín. Ya pasó. Dale. Vamos.
Lucas abrió los ojos y enfocó el rostro de su amigo; un poco más atrás vio a dos niños, uno de ellos lloraba a moco tendido hecho un ovillo en la tierra seca, tenía sangre en la cara y en la ropa; el otro lo consolaba en cuclillas; unos pasos más allá el hombre pisoteaba la cabeza de un pájaro que aún movía las alas; el campo cobró vida repentinamente amarillo, marrón y un verde apagado de los árboles tras el fino telón de polvo que emanaba del camino, y luego el cielo, el mal cielo que le hizo bajar los ojos a la tierra. Y recordó algún verano lejano donde no había cazadores de pájaros. Y perdió el conocimiento.
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