Aquí estamos en una rambla frente al mar, con un amigo y un pariente, pero resulta que a mi amigo, con el pudor en la baulera, le da por orinar sobre un cerco de cemento y piedra, lo que nos obliga a mi tío y al que les habla, pues no queremos apreciar ningún pene, a torcer de inmediato el cuello en dirección del magnífico horizonte azul, cual si éste coloso fuera la antesala del infierno.
Entonces de inmediato, cual milagro, salen de la nada dos colibríes quienes nos comienzan a picotear cual cuervos de película de terror.
Mi amigo, del cual prefiero preservar su nombre en el anonimato, ahora está muerto de la risa y se burla de nosotros, mientras que como una estatua de una fuente sigue sacando peso de la maldita vejiga sin importarle un pepino nuestra situación, siendo que nosotros los Pandolfi estamos para atrás, en franca retirada.
Entonces con mi tío nos miramos y al instante nos ponemos de acuerdo en matar a los colibríes, por más sagrados que sean, más luego, con el perdón del creador, hacer lo propio con el instigador de todo este conflicto, o sea mi amigo, digo y resalto mi amigo pues mi tío es la primera vez que trata con él y aparte mucho no lo soporta.
Mientras tanto mi tío se quita la campera de cuero y la enrolla en su antebrazo para enseguida enfrentar a los insectos con forma de pájaros, a los cuales por fortuna hace desvanecer en el primer sacudón que propina con la prenda elegida como látigo, mientras yo, libre de ataduras agarro a mi amigo y lo empiezo a estrangular.
Finalmente, después de semejante desparramo, se hace presente la bendita policía, y con excelente autoridad nos separa, y siendo que cae la noche nos obligan a sentarnos en una reposera a observar las olas fosforescentes, y con suma gentileza a los tres nos invitan a tener que relajarnos para luego continuar.
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