Noche de verbena 
 
 
 
 
No fue más que una travesura. 
Su madre le había castigado sin salir a la plaza 
porque no había querido probar bocado. 
Si no te comes la cena, no saldrás a la calle. 
Y punto. 
Y su mamá con los brazos en jarra,  
y el ceño fruncido arrastrando sus bonitos ojos castaños, 
y la eternidad del mundo  
apresada en un plato de lentejas. 
Era un quince de Agosto del ochenta y cuatro. 
Noche de Fiesta Mayor. 
Desde la ventana de su habitación 
se colaron los primeros compases de la orquestra, 
un pasodoble  
que (entonces no lo supo) evocaba el sinsabor  
del orgullo perdido.   
Abajo, en la plaza, enmarcado por banderolas y  guirnaldas,  
un corrillo de niños 
clamaba a risotadas la indiferencia ante su ausencia. 
Fue entonces que lo hizo. 
Cogió el jarrón de porcelana de la mesa 
y lo puso en el lugar del cenicero, 
y éste en el sitio de la bombonera. 
Movió una pareja de delfines hacia la derecha 
y una dama decimonónica hacia la izquierda. 
Cambió una naturaleza muerta por una marina, 
y la marina por un paisaje de montaña. 
Las copas de cava las colocó en el lugar de las del vino, 
y éstas en el sitio de los vasos de agua.  
Finalizada su gesta, volvió a la cama 
con la disposición del vencedor en sus pasos. 
 
La venganza no es más que la vuelta 
al equilibrio perdido. 
 
La mañana le sorprendió  
con el silencio de muertos que sucede a las verbenas 
y, al igual que en ciertas heridas 
desaparece el dolor mucho antes que su huella, 
quiso entonces enmendar su desagravio; 
pero era ya demasiado tarde, 
su madre le esperaba despierta en el salón. 
Sin embargo (ella, tan maniática del orden, 
              tan sumamente meticulosa), 
no dijo nada.  
Luego apareció su padre; más tarde, su hermana. 
Y tampoco dijeron nada. 
 
La existencia es extraña. Años más tarde, 
cuando su mujer lo abandonó por un compañero de trabajo  
(él a su vez se lió con la ex de un amigo) 
 se acordó de aquella remota noche de verbena. 
De la insignificancia de los objetos. 
 
De la insignificancia del amor.  |