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Es desesperante ver crecer una lechuga



Lo dijo como si tal cosa, en mitad de la junta de accionistas; a modo de respuesta, su hijo, el Sr. Quiroga júnior —júnior, a pesar de sobrepasar los cincuenta—, le asestó una mirada que denotaba un cierto enfado contenido, como si no se atreviese a manifestar abiertamente su disgusto; al fin y al cabo, no era el momento idóneo: todos los socios reunidos y la sombra de una crisis aguardando en la antesala del despacho. Hubiera querido argumentar que eran cosas de la edad; su padre, el verdadero fundador de la empresa, el paradigma del hombre emprendedor (había llegado a la ciudad siendo sólo un crío, llevando consigo un equipaje que se reducía a un traje de los domingos, de pantalón corto, que dejaba al descubierto sus raquíticas rodillas amoratadas), había envejecido de pronto, irremediablemente. En lugar de eso, el Sr. Quiroga júnior optó por ignorar el comentario de su padre y proseguir con el balance trimestral.
Ver crecer una lechuga, había dicho el viejo, un cometido de lo más desesperante. Y eso que al principio el señor Quiroga había pensado que estaría bien, que en cierto modo sería como regresar a esas raíces a los que todos acudimos cuando no hay más cielo ni luz que explorar. Luego, la inmortalidad del tiempo apresada en un puñado de tierra (un huertecito tapiado en mitad de la ciudad, como una tumba premonitoria a la Naturaleza); el derroche de unas horas que ya ni siquiera tienen precio (el señor Quiroga, el hombre de negocios, lo sabe muy bien, nada tiene más valor que aquello que se extingue); el matar la propia existencia; el engañarse al pensar que ya no quedan fuerzas, ni motivos (sólo partidas al dominó, o bailes en el casal de ancianos, o viajes con el Inserso, o el soberbio aburrimiento de ver crecer una lechuga).
Antes de que finalizase la reunión, el señor Quiroga se alzó de su asiento. Cada movimiento del anciano era seguido por la mirada temerosa y desconfiada de su hijo. Sin embargo, no hizo ningún comentario. Se guardó para sí todo lo que le despertaban aquellos hombres que habían olvidado su alma en el cajón de la cómoda, entre las corbatas y los calcetines de ejecutivo: pensáis que no son más que chaladuras de un pobre viejo, quién te ha visto y quién te ve, pues yo me meto por el culo vuestros índices y vuestras comisiones, ya llegará el tiempo en que sólo os quedará… eso, un tiempo batido con fecha de caducidad. Al marchar por la puerta del despacho, decidió que aquella era la última vez que pisaba aquella empresa. Su empresa.
Sería bueno llamar al chofer y que me llevase a casa, pensó el señor Quiroga, o que me acercara al huertecito, al fin y al cabo, no está tan mal. Y en el fondo era verdad que desde hacía un tiempo prefería rodearse de verduras y hortalizas que no de aquella panda de chupópteros, como solía llamarlos él, inclusive a su hijo, el Quiroga júnior, al que había nombrado su máximo heredero. Pero sin darse apenas cuenta, se había adentrado ya por la avenida que conducía al huerto, al pedacito de tierra tapiado en mitad de la zona industrial que se abría al norte de la urbe. Al detenerse frente a la verja, no entró. En lugar de eso, se dejó arrastrar por la inercia de su andar pausado que, ni corto ni perezoso, lo condujo hasta la estación de tren. Para ello empleó más de una hora de su desocupada mañana, ya que el edificio se hallaba en la otra punta de la ciudad.
El billete que compró no podía tener otro destino: los Prados, la pequeña aldea en la que había nacido. Cuánto hacía que no viajaba hasta allí… Resultaba inútil rememorar el olor a aceituna prensada que se paseaba por las calles, o del estiércol —el intenso y cálido olor a estiércol a la subida de la ermita—; el correteo de los niños, la inmensidad de aquel mundo carente de fronteras, de cerraduras y de extraños; el color del cielo, su textura, su cobijo, tan distinto al de todos los otros cielos… Y en todo ello, Manuela. Fue al enterarse de que se iba a casar con otro hombre, un músico ambulante que la enamoró un día de feria, que decidió que ya nunca más regresaría. Él, que cuando se marchó (un crío con traje de domingo) le dio su palabra de que jamás la olvidaría; que le prometió que a su regreso sería un importante hombre de negocios, que la llevaría como una reina, como la protagonista de aquellas películas que nunca proyectaron en el pueblo… Y ella siempre con lo mismo: que si no me importa el dinero, ni la posición; que si me gustas así, igualito a cuando te marchaste: él, del brazo de su tío de la capital (sólo un crío, las raquíticas rodillas amoratadas); ella, del brazo de su mamá, una sombra negra tras la muerte del esposo; que si no te das cuenta de que lo único que me contentaría sería marcharme contigo; ¡Qué romántico!, viajar por medio mundo como polizones, o artistas de circo o músicos ambulantes…

El olor a aceituna prensada se distingue desde el cruce de la carretera. A un par de kilómetros, el diminuto perfil de un pueblo de casas blancas parece naufragar en mitad de un océano de olivos. Una única calle separada por un torrente, y cuatro callejas que desembocan al campo. Una plaza, un bar y una iglesia. En las afueras, el cementerio y la ermita. Nada ha cambiado, constata el señor Quiroga al caminar por calles, la inmortalidad del tiempo encarnada en una aldea perdida de la mano de Dios. Hay gente en la plaza, y en el bar, y cuatro viejos en un banco que lo miran por un instante; sin duda, sus compañeros de infancia. Se encamina por la calle principal, la que conduce al otro lado del torrente, donde estaba su casa. Y la de Manuela.
Un cálido aire roza las blandas mejillas del señor Quiroga, y quiere notar en su abrazo la premonición de un milagro (él, que siempre se consideró ateo). Muy bien podría haber sido la casualidad, el mundo es demasiado pequeño y las directrices que rigen los caminos en ocasiones se cruzan sin previo aviso. Ya se sabe que el destino es juguetón y a veces le divierte ese tipo de encuentros. Justo por ello, no es de extrañar que, la mañana en la que el señor Quiroga, tras cincuenta años de ausencia, se presenta en el pueblo, justo se encuentre con Manuela. Aunque lo insólito no es que se topen el uno con el otro (los dos nacieron allí y han llegado a esa edad en la que sólo sobrevive el pasado), sino que ambos se reconozcan tras tantos años de separación. A esas alturas, sobra el asombro y el qué tal te ha ido. Qué casualidad el encontrarnos. Por eso no se pierden en los matices. Manuela le confiesa que se cansó de esperar (aunque no fue la espera, sino el temor al olvido); que se enamoró del cantante de la orquesta que tocó aquel verano del cincuenta y tres (no exactamente de él, sino de la promesa de huir de aquel pueblo); cómo, ironías de la vida, se acomodaron en un pueblo sólo un poquito más grande; luego vino el dinero de una herencia, el progreso de su músico convertido en un emergente hombre de negocios. Y cómo, poco a poco, se desvanecieron esos sueños de bolos y de giras, de viajar como ella siempre había anhelado: como polizones, o artistas de circo, o músicos ambulantes. Y a ti ¿qué tal te ha ido?
—No te lo creerás.
Responde de pronto el señor Quiroga. Y en lugar de hablarle de su empresa, y de sus acciones en bolsa, y de su despacho habitado por una fauna de chupópteros, y de su antigua alma olvidada entre las corbatas y los calcetines de ejecutivo, y de esa tumba tapiada en mitad de la ciudad, y de esas lechugas, del desesperante e imperceptible crecimiento de sus hojas… Le cuenta que al enterarse de su boda con el músico, se embarcó con destino a África, donde pasó quinientos tres días y quinientas dos noches en la selva; cómo luego se hizo torero en Méjico y cantante de ópera en París; pero tuvo problemas con el francés, ya que la pronunciación de las erres le oprimían el pecho y no le dejaban cantar; cómo fue incapaz de elegir entre París y la ópera y huyó a San Petersburgo, donde se hizo funambulista. Luego, lo inevitable, Nueva York y Broadway.
—¿Sabes lo más curioso, Manuela? No soportaba Nueva York. Me recordaba demasiado a este pueblo… porque no se parecía en nada.
Manuela acorta la mínima distancia que los separa y lo abraza con ternura. No lo dice entonces, pero lo piensa para sí. Tuvo que saberlo el día que lo vio marchar del brazo de su tío. Sólo un crío, las raquíticas rodillas amoratadas.

Texto agregado el 15-05-2011, y leído por 255 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
07-12-2013 Ironías de la vida, eso sí. Los caminos de retorno cuando ya has tomado tantos y tan variopintos suelen ser gratificantes al final -o, al menos, dulcemente nostálgicos- ikalinen
16-05-2011 tienes muy buena prosa.... aunque salvando muchas distancias me hizo acordar de mi "Ultima mirada" puesto que tambien en esa casa paterna el olor a estiercol era un perfume especial... mis * seroma
 
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