Imagínese por un instante, querido(a) lector(a), ser una hormiga. Sin importar a cuál de las 4.500 especies se pertenezca, no sería tarea fácil o divertida. Las hormigas, como lo sabemos, son laboriosas en extremo. Su vida puede considerarse dura y aburrida: pasar el tiempo poniendo huevos en el caso de las reinas o morir después de aparearse en el caso de los machos. En el caso de las hormigas obrero(a) o soldado la cuestión es más complicada: actuar por instinto de conservación u obedeciendo e estímulos químicos, trabajar siempre por el bien común y nunca en beneficio personal, ya sea en la madrugada o en la tarde. Recolectar alimento, criar larvas, construir túneles y depósitos, comer hongos o insectos, escapar de insecticidas o morir por su causa y hasta dar la vida por la colonia. Y si de casualidad se es reina de la especie “Cortadora de hojas de América del Sur” y se vive por desgracia en Santander, Colombia; se tendría que soportar el apodo de “culona” y ser capturada antes, durante o después de un apareamiento aéreo; aguantar luego la amputación de la cabeza, una muerte lenta y dolorosa en una cacerola y finalmente acabar vendida en un peaje.
Pues bien, para la hormiga (…u hormigo, es decir, hormiga macho) protagonista de este cuento la vida en la colonia no sólo era dura o aburrida sino sencillamente insoportable. Era una hormiga muy inteligente e inalienable; sin nombre, porque a las hormigas ni siquiera pareciera importarles identificarse. Ellas simplemente se comunican con la hormiga que está cerca, sin saber si fue con él o ella con quien se comunicaron el día anterior. Cuando la hormiga en referencia expresó a sus momentáneas compañeras de trabajo que abandonaba el hormiguero para emprender la búsqueda de las experiencias que ahí no encontraría durante toda su vida, ante la sorpresa de todas ellas, simplemente salió por el agujero principal y se alejó. En ese momento nadie sabía de quién se trataba, por lo que ya se ha expuesto con respecto a la falta de identidad individual, pero con los días cada una de sus compañeras de trabajo extrañaría las conversaciones y las meditaciones rebeldes y cargadas de libertad de cierta hormiga con la que se topaba y a la que nunca volvería a escuchar.
La vida de nuestra amiga hormiga no fue fácil, pero si muy lejana a la monotonía. Para empezar, la búsqueda individual de alimento es, en cuanto a nivel de dificultad, inversamente proporcional al número de habitantes de una colonia, y como ésta hormiga estaba sola, la dificultad para conseguir hojas, almacenarlas, cuidarlas y esperar a que produjeran hongos era casi infinita. Empezando porque no tenía donde almacenarlas y le llevaría el resto de su vida hacer un hormiguero a él solo. Tuvo pues que dedicarse a buscar hongos que no necesitaran ser cultivados, y nunca los hubiese conocido si no hubiera tenido la necesitad de buscarlos. Con los días fue haciéndose y acostumbrándose a una vida totalmente nómada: nunca dormía en el mismo sitio y era difícil hallar lugares seguros, pero terminaba acomodándose en refugios temporales, de los que ya estaban hechos. Con respecto a los demás detalles, el(la) lector(a) comprenderá que ésta hormiga tuvo que aguantar el largo y obligatorio proceso de acostumbrarse a una vida que desconocía por completo y que llegaría a apreciar en realidad.
Como su antiguo hormiguero quedaba a las afueras de una ciudad, la hormiga avanzó en dirección del centro de la misma, motivo por el cual no pasaron muchos días antes de verse caminando sobre asfalto y superficies cementadas, esquivando unos animales enormes y endemoniados que ruedan a velocidades inimaginables haciendo un ruido ensordecedor y eludiendo las pisadas de esa especie animal que camina en dos patas, las cuales recubren con materiales fabricados por ellos mismos. El mayor problema que enfrentó nuestra aventurera hormiga se produjo un día de lluvia, en el cual las aguas se concentraron por la falta de permeabilidad del terreno, formando muchos y caudalosos arroyos, uno de los cuales se la llevó consigo para luego entrar por una tapa o rejilla que la condujo a un alcantarillado. La hormiga luchó enérgicamente por agarrarse de lo que pudo y eso le salvó la vida por ahora, pero en su lucha se hizo mucho daño y terminó inconsciente, flotando sobre una lata de gaseosa. Cuando despertó se enfrentó con dos sorpresas, una no tan buena como la otra. La buena era que estaba a salvo aunque algo magullada, y que a su lado un animal enorme y peludo se interesaba por ella. A lo mejor él la había salvado. Se fue incorporando lentamente sintiendo dolor en abdomen, cola y cabeza, pero al hacerlo se dio cuenta que no tenía suficiente apoyo en uno de los lados. Fue cuando notó que le faltaba el extremo de una de sus extremidades delanteras. Esa era la sorpresa mala. Pero para una hormiga no es un problema tan grave, pues ésta como cualquier otra tenía cinco extremidades más, dos antenas y unas fuertes tenazas que le bastaban para suplir la ausencia de su pedazo de miembro.
El animal enorme y peludo era un ratón. La había llevado a una de sus guaridas y sin proponérselo formaron una especie de alianza en la cual la hormiga resultaba mucho más beneficiada que su socio, y ella no entendía por qué él lo permitía con gusto. No lo entendía porque era algo desconocido para ella, pero con el tiempo lo comprendió: ésta alianza se llamaba amistad. Una amistad extraña que no dejaban de criticar los vecinos, pero que se convirtió en la primera razón fuerte que apoyaba la decisión de haber dejado el hormiguero. Para efectos prácticos diremos que el ratón se llamaba “Ratón”. Fue Ratón quien le fabricó a su amiga hormiga una extremidad en forma de garfio utilizando una fibra de cobre que extrajo de un cable eléctrico. Y fue Ratón también con quien compartió tres felices años en los que la moraleja definitiva no fue otra que el valor de conservar y recordar los amigos y de luchar hombro (de roedor) a hombro (de insecto) por y con ellos. Tres felices años que culminaron súbitamente con una avalancha que los sepultó en el lote hasta ahora abandonado donde Ratón había construido su guarida. Para ellos pudo haber sido un fenómeno natural, pero para nosotros, querido(a) lector(a), vendría a ser un movimiento de tierra por parte de la empresa constructora encargada de levantar un edificio en el lote mencionado. La hormiga (llamémosla “Hormiga”) salió a la superficie luego de unas pocas horas abriéndose paso en la tierra, cosa que saben hacer muy bien las hormigas; pero nunca más volvió a saber de su amigo. Sólo se quedó con la esperanza de imaginarlo vivo.
Hormiga comprendió, como una más de las moralejas descubiertas lejos del hormiguero, que la vida seguía y le traería más sorpresas agradables. No obstante deambuló con rumbo paralelo a una autopista, triste y aburrido por la ausencia de su amigo. Ansió tanto encontrarlo vivo, o al menos encontrar otro, que planeó una situación parecida a la que los unió años antes: esperó pacientemente otra lluvia y otro arroyo de escorrentía para lanzarse en él a bordo de un barco de papel que un niño humano había puesto en el agua. Pero como era de esperarse, la situación anterior no se repitió. El barco sí penetró por una alcantarilla, pero esta vez Hormiga no quedó inconciente, sino que se concentró en controlarlo para que no naufragara, lo cual fue obviamente imposible, pero cuando este quedó totalmente empapado y semidestruido, Hormiga se subió a bordo de un plato de icopor, el cual resistió el trayecto hasta que la alcantarilla desembocó en un arroyo, y este en una quebrada, y esta en un río. Aunque sólo, Hormiga se llegó a apasionar tanto con la tarea de controlar y modificar su embarcación, que se volvió marinero. Por primera vez en su vida analizó la posibilidad de ponerse un nombre; necesitaba algo sonoro, adecuado, llamativo, y decidió autodenominarse “El Capitán Hormigarfio”. Puso a su barco velas de tela, elaboró su habitación con cajas de fósforos y a medida que avanzaba río abajo hallaba algo para incorporar en su nave, alguien a quien rescatar de morir ahogado, alguien a quien invitar a navegar con él por un tiempo, o algo que le sirviera de suministro alimenticio para compartir con los huéspedes de turno y hasta para almacenar en la despensa de su barco. Muchas veces tuvo que repararlo por diversas razones, entre la cuales la que más le molestaba se prestaba cuando su embarcación era volteada, situación en la cual tenía que adaptar todo de nuevo a la parte del disco de icopor que antes estaba sumergida.
El capitán Hormigarfio llegó a ser reconocido por donde pasó, e incluso algunos animales habían oído hablar de él antes de que llegara a las riveras del río donde se contaban ya sus mil aventuras y sus mil batallas; porque es preciso mencionar que en muchas ocasiones fue apedreado desde las orillas, invadido por especies enemigas que planeaban arrebatarle su embarcación, atacado desde agua, tierra y aire respectivamente por peces, lagartijas y pájaros; y una vez se salvó por poco de morir aspirado por la trompa de un oso hormiguero que le sorprendió en tierra reaprovisionándose. Conoció el amor y lo disfrutó en patas de hormigas de rivera, pero ninguna de ellas lo quiso acompañar en sus alocadas aventuras. A cada una envió mensajes con palomas mensajeras, pues aunque sus amores eran casi fugaces, para él eran individualmente valiosos. Constituían su tesoro particular y más de una de ellas lo hizo quedar en tierra hasta por varias semanas, pero ninguna lo logró persuadir de abandonar su viaje sin fin, pues en las madrugadas en que se sentían convencidas de haberlo hecho, despertaban solas y alcanzaban únicamente a correr hasta la orilla del río para grabarse de por vida la imagen de su amado despidiéndose desde la popa y enjugándose los ojos.
Después de algo más de dos años de vida aventurera, en la cual soportó días de fatiga y soledad que eran gratamente encubiertos por esos muchos otros de atardeceres hermosos y mañanas frescas y aromatizadas; el capitán Hormigarfio se encontraba sentado en la proa de su embarcación discutiendo con un escarabajo sobre cómo el río por el que viajaba aumentaba su ancho en tal proporción a medida que avanzaba, que era sorprendente ver cómo en algunos puntos se perdía el horizonte terrestre entre las aguas; cuando una visión totalmente magna, excelsa, sorprendente, los sacó bruscamente de sus opiniones. Se trataba de algo inmenso, infinito…hermoso. Era un horizonte totalmente plano y brillante al final de un río que no tenía orillas, y cuyas aguas parecían unirse con el cielo en esa línea lejana a la cual Escarabajo (ya saben de quien se trataba) y el capitán Hormigarfio ansiaban llegar alguna vez…fue una imagen fresca que se quedó para siempre en sus memorias, con olores y sensaciones incorporadas. Habían oído hablar del mar muchas veces, pero nunca fue tan bello en su imaginación como lo veían en ese instante.
El capitán Hormigarfio no perdió tiempo y dirigió las velas hacia el horizonte, pero Escarabajo, a pesar de las ganas que lo impulsaban a acompañar a su amigo, lo pensó bien hasta considerarlo una empresa arriesgada en exceso, por lo que, despidiéndose de Hormigarfio y deseándole la mejor de las suertes, se devolvió volando hasta la orilla. De ésta manera el capitán Hormigarfio emprendió su aventura más osada, poniendo el horizonte como objetivo. Muchas especies que no se alejaban demasiado de la costa, como las gaviotas y las últimas palomas con las que envió mensajes a sus amadas hormigas, le advirtieron que no debía retirarse mucho, porque para cuando se hubiera arrepentido de su decisión ya sería demasiado tarde. Pero el capitán Hormigarfio hizo, respetuosamente, caso omiso a los consejos de sus amigos voladores. Siguió rumbo al impresionante horizonte por donde el sol se ocultaba formando un sendero de luz rojiza todas las tardes sobre las, minutos antes, azules aguas del gran océano; hasta el día en que su felicidad se duplicó al subir al mástil y observar que el horizonte se había apoderado de cualquier punto a donde él dirigiera su mirada. Enamorado del horizonte casi tanto como de la vida y de cada una de sus amadas hormigas con las que nunca se volvería a comunicar, se dio cuenta de que ya no tenía rumbo, es decir, que su rumbo sería cualquiera porque por cualquier parte estaba ese horizonte dulcemente embrujador. Entonces dejó de dirigir el barco y dejó su rumbo en manos del viento y del destino. Sus víveres le duraron unos cuantos meses, y fue en el mar donde vivió las aventuras que le restaban en manos de las impresionantes tormentas, los enormes animales marinos que emergían de vez en cuando y sobre los que en ocasiones se levantaba su nave, y las olas provocadas por embarcaciones millones de veces más grandes que la suya. Fue el mar acogedor y el horizonte inalcanzable los que le proporcionaron conjunta y respectivamente alegría y motivación. Cuando sus víveres se agotaron por completo, el Capitán Hormigarfio no perdió su sonrisa, no se arrepintió de hacer caso omiso a las gaviotas y las palomas, ni mucho menos de cohibirse de vivir para siempre junto a alguna de sus amadas hormigas residentes en las riveras del río. Tampoco se arrepentiría nunca de haber abandonado el hormiguero. Sencillamente se quedó ahí, en su barco, apoyando de tarde en tarde su mano de garfio en la baranda del plato de icopor y mirando hacia el horizonte en cualquier dirección, aspirando honda y placenteramente la brisa marina mientras con cada exhalación recordaba una a una sus aventuras, sus amadas hormigas, sus amigos de tantas especies, los años con Ratón y hasta sus lejanos días en la colonia soñando con algo así. Pensaba en que hubiera podido vivir mucho más tiempo de haberse quedado en la colonia, pero no hubiera vivido tan intensamente; y en su mágica y feliz agonía, siempre observando y admirando el horizonte, repetía sin dejar de sonreír: “Hubiera vivido más…pero no hubiera vivido tanto…”.
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