Los días comunes 
 
 
 
 
Ocurre que has llegado a casa, te has desprendido 
	del abrigo y de los zapatos de tacón, 
	le has dado un beso a tu pareja 
	y una palmaditas al lomo de tu perro. 
	Te asalta entonces la extraña impresión 
	de que el día menos pensado  
	sacarás con la correa a pasear a tu    marido 
	y hablarás con tu mascota 
	de los problemas en el trabajo. 
 
Ocurre que sacas del congelador 
	la cena (menestra de verduras con brotes de soja) 
	y, mientras se descongela, 
	de pronto te acuerdas 
            que de niña te prometiste que de mayor 
	cenarías todas las noches 
	pastel de chocolate y batido de fresa. 
 
Ocurre que esta noche emiten en la tele 
	una película que hace tiempo que quieres ver, 
	y a la media hora ya estás dormida, 
	rendida en el sofá. 
	Y en lugar de soñar que puedes volar, o pasear 
 	por Viena (ese viaje prometido que cada año 
	sucumbe ante las facturas, el dentista, las letras de la hipoteca), 
	o con el casual encuentro con el nuevo vecino 
	y su espléndido culo, 
	te da por soñar que un poeta  
	se sirve de tu vida para estereotipar   
	el hastío de los días comunes.  
 
Ocurre que te despiertas a medianoche. 
	Sigues tendida en el sofá, custodiada, 
	por un lado, por tu perro (la fidelidad echa un ovillo) 
	y, por el otro (su rostro te parece ahora el de un niño), 
	por tu marido. 
	Y descubres entonces, aliviada, 
	que es en los poemas 
	donde, en realidad, 
	nada     
       ocurre   
         nada.	   
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
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