Durante sus 57 años de vida, Hugo siempre sintió que algo le faltaba. Era una sensación extraña. Lo angustiaba meditar acerca de aquello cada vez que su mente quedaba libre de los pensamientos de su cotidianidad. Aquel sentimiento perseverante se posaba pasivamente sobre su estómago, y le generaba una impresión de vacío. Justo él, que tenía todo aquello que se había propuesto: una coqueta casa que se erguía en un hermoso barrio, un auto importado y el puesto de jefe de planta al que siempre había aspirado. Todo aquello, sumado a sus treinta años de casado y sus dos hijos, era un saldo que a Hugo lo tenía más que conforme. Siempre había hecho lo que se debía hacer, sin replanteos, sin salirse del camino.
Hugo trabajaba arduamente. Las responsabilidades habían crecido desde que estaba a cargo de la jefatura de planta. Su sueldo también lo había hecho, y eso lo tenía realmente entusiasmado. Aunque las presiones que recibía eran mayúsculas y cada vez entraba más temprano y llegaba más tarde a su casa, creía firmemente que el esfuerzo valía la pena para poder disfrutar de todo aquel dinero cuando alcanzara la jubilación. La relación con su compañera de toda la vida estaba quebrada y sólo se sostenía por la rutina en la que ambos se cobijaban. El trabajo ocupaba todo su tiempo, y había logrado que el diálogo con ella se reduzca a lo meramente necesario por compartir un techo. Sus hijos habían abandonado su hogar hacía años y podía pasar largo tiempo sin tener novedades acerca de sus vidas. Con el mayor de ellos estaba peleado por considerarlo un fracasado por no haber estudiado en la universidad y dedicarse a la música. Incluso, por aquel capricho, se había prohibido de conocer a su nieta recién nacida. Y al menor de sus hijos, quizá* un tanto más parecido a él, no lo veía asiduamente porque estudiaba ingeniería a unos 500 kilómetros de la ciudad.
Con el paso del tiempo, ese sentimiento de vacío había empezado a hacerse más y más notorio. Aquella sensación calma y tolerable en su estómago, había dejado de ser tal para convertirse en un dolor que lo aquejaba hasta en el descanso. Nunca había asistido al médico: sarampión, paperas y anginas cuando niño, eran los antecedentes que ostentaba orgullosamente como paciente. Día tras día rechazaba los consejos de aquellos que lo instaban a que consulte a un profesional, y se enfurecía enérgicamente argumentando que estaba sano y que nada le ocurría. El trabajo era el mejor escudo para aislarse de su, para ese momento, evidente enfermedad. Mientras más flaco y más desmejorado se lo veía, más y más trabajaba y se esforzaba en demostrar que todo estaba bien.
Sólo fue hasta que aquel vómito dijo presente en una comida familiar que Hugo finalmente se asustó, asumió que algo andaba mal y decidió ir al médico. Concurrió al primo de su compañera que era un buen profesional. Luego del interrogatorio y de una exploración minuciosa, llegó a la temible conclusión de que podía tener algo grave. Los estudios que se realizó durante aquella semana, rodeado de sentimientos de desconcierto, confirmaron la sospecha: Hugo tenía un cáncer avanzado en su estómago. No había chance de curación alguna, sólo un tratamiento paliativo para que pudiera alimentarse sin problemas. La sentencia del médico fue contundente, y siendo optimista, le quedaba un año de vida.
La noticia fue un cachetazo para todos, pero para Hugo fue un cachetazo que lo despertó, lo sacó de la somnolencia en la que había estado toda su vida. Por fin (lamentablemente no desde el principio) pudo darse cuenta que había vivido de espaldas a su familia y sus afectos y que había desechado buena parte de su existencia en cuestiones sin valor. Saber que disponía de sólo unos meses de vida lo empujó a disfrutar, a vivir el día a día como un regalo preciado. El pasado ya había existido y para él no había futuro, por lo que su única opción radicaba en vivir el ahora. Cualquiera de sus conocidos hubiera pensado que invertiría su tiempo y el poco dinero (había pagado un tratamiento costosísimo) que le quedaba en viajar por Europa, en comprarse el auto que siempre había soñado y en saldar aquellas cuestiones materiales que había relegado para su vejez. Pero no, Hugo tenía otro plan. La cercanía con la muerte era una tregua, una chance que le daba la vida de disfrutar plenamente, aunque más no sea, tan sólo un año de los 57 que marcaba su reloj. Era consciente que no podía desaprovecharla.
Durante aquel tiempo, su familia y sus amigos se encontraron con el verdadero Hugo y compartieron la placidez única de su bienestar. Entre sus metas más valiosas estuvo reencontrase con su compañera luego de 30 años de casado y poder volver a sentir por ella todo aquello que lo había enamorado en su juventud. Salir de aquella anestesia de sentimientos le causaba un placer indescriptible. Con sus hijos compartió larguísimas charlas en las que se perdonaban por aquellas cuestiones mundanas que los habían mantenido alejados. Con el mate y el termo como espectadores hicieron un recuento de todos los momentos que habían compartido. Incluso pudo darse el placer de conocer a su única nieta, a quien le regaló también, la posibilidad de conocer a su abuelo. A pesar de tener una enfermedad que lo iba matando poco a poco, nunca se sintió tan saludable. También logró reencontrarse con su hermano con el que se había distanciado por temas económicos; pudieron volver a revivir una infancia en común y evocar recuerdos de sus padres. Su hermano incluso, logró reconocer expresiones en Hugo que le recordaban al niño con el que jugaba décadas atrás.
Fue quizá la alegría que le imprimió a sus últimos días que vivió algo más de lo que el médico había estipulado. Hugo murió una tarde fresca y soleada de Mayo luego de 14 meses desde el diagnóstico de su enfermedad, en su casa y rodeado de su familia mientras de fondo se oía la melodía de la música que su hijo había compuesto para que descansara. Su rostro mostraba una expresión inobjetable de paz y tranquilidad, de alegría y satisfacción, manifestando con certeza el haber aprovechado su última chance.
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