Ese día, como de costumbre, subí a mi vehículo acompañado por mis dos guardaespaldas y le ordené a mi chofer:
- Alfred, sigue a ese auto.
Me miró irónicamente por el retrovisor y me respondió:
- No puedo hacer eso... señor.
Algo ofuscado le dije:
- ¡Cómo que no puedes Alfred, qué significa esto!, ¡Entonces llévame al 375 de la Gran Avenida!
- Tampoco... señor.
Esto era inaudito, mi chofer no me estaba obedeciendo, muy molesto le grité:
- ¡Qué insolencia es esta Alfred! ¡Date la vuelta y déjame en el parque!
- No insista señor, y quédese quieto.
Más calmado y viendo que la cosa estaba tomando un cariz de confabulación (mis guardaespaldas, por su lado, permanecían atentos como esperando el momento preciso para actuar) traté de controlar la situación y le señalé:
- Okey, veo que estás fuera de tus cabales, seguramente influenciado por fuerzas externas que te impiden actuar con sensatez. Aunque te cueste creerlo Alfred, no eres tú el que en estos momentos dirige tu mente. Demos un paseo por la ciudad y hablemos.
El chofer giró la cabeza, me miró con extraño enojo y vociferó:
- ¡Déjate de joder, ¿cuándo vas a entender que la ambulancia no está para pasear a los internos del psiquiátrico?!
Hice algunos desesperados intentos por quitármelos de encima, pero fue inútil, la camisa de fuerzas era demasiado resistente y un golpe en la cabeza me avisó que, esta vez, esos autómatas no tendrían compasión de mí. |